Tras las crisis políticas que vivimos en el último quinquenio son pocos los que disienten de la idea de que tanto la posibilidad de declarar la vacancia del presidente de la República por “incapacidad moral permanente” como la de disolver el Congreso por la vía de la cuestión de confianza dos veces negada necesitan ajustes. Cuatro mociones de vacancia presentadas (dos fallidas, una exitosa y otra que desembocó en una renuncia presidencial) y un Parlamento disuelto por las vías indicadas en ese intervalo temporal han supuesto para el país un alto costo institucional del que todavía no nos reponemos.
Con el supuesto afán de resolver ese problema, la congresista Isabel Cortez, de la bancada de Juntos por el Perú, ha presentado hace dos días una iniciativa que, de ser aprobada, lo agravaría.
Bajo el nombre de “muerte cruzada”, el proyecto propone una reforma constitucional que establezca un mecanismo por el cual “tanto el Poder Legislativo como el Poder Ejecutivo […] puedan disolver al otro, acarreando su propia disolución ipso jure”.
En lo que concierne específicamente a la vacancia del jefe del Estado por incapacidad moral permanente, el texto señala: “Su declaratoria dará lugar a la disolución automática del Congreso, debiendo convocarse elecciones parlamentarias”. Y agrega: “En el caso de la vacancia del último vicepresidente, se convocarán elecciones generales”.
Aparte de ser una reacción política a las eventuales derivaciones de la situación de tensión entre el Ejecutivo y el Legislativo que se vive desde el inicio de este gobierno, la propuesta parece buscar que las decisiones a regular no sean tomadas frívolamente en ninguno de los dos extremos: si disolver al poder que me toca vigilar va a ocasionar también mi propia disolución, es seguro que si estoy considerando oprimir ese botón de destrucción me lo piense tres veces antes de hacerlo.
El presunto remedio, no obstante, sería en este caso peor que la enfermedad. Primero, porque el hecho de que los representantes de un determinado poder estén actuando descomedidamente y merezcan ser removidos de la posición que ocupan no tiene por qué significar que los del otro poder estén haciendo otro tanto y, en consecuencia, merezcan el mismo destino. El planteamiento “tú estás procediendo mal y, por lo tanto, nos vamos los dos”, sencillamente, no tiene ni pies ni cabeza.
Y en segundo lugar, porque estamos hablando de instrumentos útiles para los balances y contrapesos de la democracia que, aunque solo deban de ser activados en circunstancias extremas, no pueden ser convertidos de pronto en piezas de museo… que es lo que ocurriría si esta iniciativa es aprobada. En honor a la verdad, los dos son recursos valiosos de los que se puede echar mano si uno de los poderes decide, por ejemplo, ir solamente al choque con el otro y produce una situación de entrampamiento que, a la larga, afecta a todo el país, por lo que, lógicamente, conviene mantenerlos.
Hay que decir, no obstante, que existe en este momento una importante diferencia entre el estatus legal de uno y otro. Como se sabe, mientras que la decisión de declarar la incapacidad moral de un presidente requiere la concurrencia de 87 votos de un Congreso de 130 miembros, la decisión de disolver el Parlamento depende de una sola voluntad: la del presidente. Es decir, el riesgo de una conducta arbitraria en este último caso es mucho mayor que en el anterior; máxime si la facultad de presentar cuestiones de confianza y de interpretar si esta ha sido “fácticamente” negada prácticamente no conoce límites. Por eso, tratar de ponerlas en pie de igualdad a través del mecanismo de “muerte cruzada” propuesto es descabellado.
El alcance de la expresión “incapacidad moral permanente” en el texto constitucional requiere ciertamente ser precisado, pero superar la necesidad de esa precisión convirtiendo el recurso al que alude en un instrumento al que no se pueda acudir ni en casos de emergencia parece una mala idea.
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