El ha expelido de nuestro sistema legal, por colisionar con la Constitución, una parte de la ley aprobada bajo el impulso del Ejecutivo para reinstaurar en la práctica el servicio militar obligatorio en el país. Ya no existe más la elevada multa que hubiera obligado a realizar este trabajo a quienes teniendo pocos recursos hubiesen salido elegidos para llenar las plazas que el Gobierno decretase cada año.
El TC, sin embargo, se ha quedado solo a la mitad del camino: ha declarado inconstitucional la multa por discriminatoria, pero no ha declarado inconstitucional la obligatoriedad del servicio en sí. La única diferencia es que ahora no serán sus recursos económicos los que diferencien a quienes se vean obligados a hacer el servicio de aquellos que se libren de él. Será solo la suerte, pues quienes salgan sorteados y no cumplan con apersonarse a los cuarteles correspondientes en los plazos debidos podrán seguir siendo sancionados por ello, por ejemplo, con el retiro de su DNI por un tiempo dado.
En este Diario no acabamos de entender la lógica que ha llevado al TC a declarar inconstitucional solo el tema de la multa. Si se diese una norma que dijese que un número de ciudadanos tendrían que volverse esclavos del gobierno, no la haría menos grave el que la misma norma dejase la selección de estos ciudadanos a unos lanzamientos notariados de monedas y que, por lo tanto, no se estuviese usando un criterio discriminatorio para seleccionar a los nuevos esclavos.
Los ejemplos de la esclavitud y la mita pueden parecer extremos, pero no lo son tanto. El servicio militar obligatorio supone que uno esté obligado a donar su tiempo y sus energías de trabajo durante 2 años, para destinarlos a aquello que le manden los superiores jerárquicos a los que queda sometido. El que su obligatoriedad se dé en nombre del bien común no le quita en absoluto su carácter violatorio de la propiedad inalienable que cada uno debería tener sobre su cuerpo y su trabajo. Como no se lo quita tampoco el que se haga en nombre de un particularmente importante fin común, como lo es la seguridad nacional. También es esencial para el país –al menos para que este pueda seguir creciendo y reduciendo la pobreza– el cierre de su aún enorme brecha de infraestructura, y no por ello, sin embargo, se ha inventado el Servicio Obligatorio de Constructores de Carreteras. Por otro lado, es justamente por la importancia de la seguridad nacional que deberían estar a cargo de ella efectivos profesionales debidamente preparados y salarialmente bien motivados, y no un grupo de muchachos obligados y entrenados al paso de los que el Estado espera –según declarase quien era primer ministro cuando se discutía la aprobación de esta ley– que estén ahí dos años para luego poder salir aspirando a ser choferes.
Por lo demás, los otros argumentos dados por este gobierno en defensa de su intento de renovar el servicio apenas merecen el nombre de tales. Por ejemplo, el del “amor a la patria”, que parece confundir con un “síndrome de Estocolmo con la patria”, ya que difícilmente puede ser amor lo que uno desarrolla con quien le quita su libertad y lo somete a su voluntad. Otro ejemplo, lo que dijese el actual ministro del Defensa: “tampoco hablamos de una cifra estratosférica”, son “12,500 personas [las correspondientes al número de vacantes que se tendrían que llenar anualmente]. Como si los límites de la capacidad del Estado para disponer de las libertades ciudadanas se determinasen así, casi al peso.
Sea como fuese, el TC se negó a reconocer en este tema el asunto de fondo: ¿Puede revivirse algo así como la mita incaica en un Estado constitucional? En lugar de resolver eso, resolvió solo el tema de si el Estado estaba discriminando a la hora de escoger quiénes irían a esta mita. Y se respondió que no –la suerte del sorteo es igual para todos–, de manera que mala suerte para aquellos a quienes les tocasen los trabajos forzados. Sin duda, una verdadera suerte de tribunal.