Editorial: Lo malo de los buenos contenidos
Editorial: Lo malo de los buenos contenidos

Los atentados contra la libertad de expresión suelen tener distintas manifestaciones e intensidades, desde la expropiación de un medio de comunicación como sucedió en el Perú durante el velascato o en la Venezuela chavista hasta las más sutiles multas o indemnizaciones que se imponen a los periodistas por “atacar” a funcionarios del gobierno como ocurre en el Ecuador de Rafael Correa. Ahora bien, en la mayoría de sociedades democráticas existe cierto consenso en que el control de contenidos –o, lo que es lo mismo, la censura– constituye una de esas formas ilegítimas de restricción de las libertades de expresión.

Pese a esto, la segunda vicepresidenta y también congresista de la República, Mercedes Aráoz, nos ha recordado esta semana la peligrosa tentación que parece atraer a quien ostenta el poder político cuando se trata de controlar los contenidos de los medios de comunicación.

Son varios los tipos de programas televisivos que aparentan problemáticos a ojos de la vicepresidenta, como lo revelan algunas de las declaraciones que dio a la revista “Caretas”: “La violencia diaria te golpea en el noticiero matutino”, “Hay una televisión fácil que no nos está dando productos de calidad”, y otras que ya había adelantado semanas atrás en un programa televisivo: “No podemos tener programas de televisión donde el tema sea ver cuerpos desnudos”.

Como cualquier otra opinión, no habría nada de malo en que la manifieste. Pero es evidente que, por el alto cargo público que ostenta, no estamos hablando aquí de la mera reflexión de una comentarista televisiva sino la de alguien que podría tener las intenciones de materializar su apreciación en algo más que un válido reclamo de un televidente. A saber, en un poco solapado mecanismo de presión desde el poder público o, peor aun, en el aviso de una futura regulación de contenidos.

De hecho, en la misma revista se citan algunas opciones regulatorias que estarían en el radar de la parlamentaria oficialista, como el caso de la publicidad estatal, la cual, a su entender, “debería estar relacionada no solo al ráting, sino también a los buenos contenidos”. En otras palabras, el Estado no contrataría publicidad en aquellos espacios televisivos que no cumplieran con dicha calificación. 

En la misma línea, a modo de intento por legitimar una intervención de esta naturaleza, la vicepresidenta recurrió también a algunas analogías, como por ejemplo: “Están usando una carretera que se les dio como concesión y en esa carretera no se puede ir a más de 100 km por hora” y “no solo queremos competencia en el rango de las combis”, que invitaban no a imaginarla con sombrero y silbato retirando las combis de las pistas o poniendo papeletas a vehículos veloces, sino en una tarea bastante menos objetiva: la de definir qué contenidos serían buenos y cuáles malos. 

En lo que no reparó la señora Aráoz es que, al suplantar factores objetivos como la audiencia televisiva por otros más subjetivos como “los buenos” y “los malos”, se atenta directamente contra el propósito que debería tener la publicidad estatal, que es el de llegar a la mayor cantidad de ciudadanos. Y al optar por esa subjetividad –sea para premiar con los ingresos que representa la publicidad estatal, o para castigar con multas o censuras– se produce un segundo y quizá más pernicioso efecto: el de reemplazar las preferencias de todas las personas por las de un solo burócrata, quien asumirá el rol de censor del buen gusto y separará, bajo su propio y arbitrario criterio, a los buenos de los malos.

El riesgo, además, es bastante mayor que el que uno pudiera imaginar como resultado de la coincidencia o alejamiento entre los estándares de la población general y los de la segunda vicepresidenta o cualquier otro funcionario. Pues así como telenovelas o ‘realities’ podrían ser retirados bajo el rótulo del “mal gusto”, también podrían correr igual suerte programas periodísticos o canales televisivos que, precisamente por su rol crítico, no hayan cultivado buenas migas con el gobierno de turno.

Debemos esperar que aquellas intenciones poco democráticas no correspondan a las de la segunda vicepresidenta, pero eso es precisamente lo malo de querer regular los buenos contenidos. Que cuando se abre la puerta a la subjetividad, el camino quedará despejado para la arbitrariedad y la censura política, y poco importarán las buenas intenciones o el buen gusto de quien la abrió en primer lugar.