Aunque sin duda hay varias candidatas, esta semana probablemente se quedará con el título de la más convulsionada para el gobierno del presidente Pedro Castillo. No solo por las movilizaciones que han paralizado regiones como Junín, Huánuco o Ica, y que han dejado cinco fallecidos, sino principalmente porque el Ejecutivo se ha encargado de encadenar un desatino tras otro como si no quisiera darle descanso a la ciudadanía.
El lunes, para comenzar, el mandatario anunció mediante un mensaje a la nación difundido al filo de la medianoche que al día siguiente los habitantes de Lima y el Callao quedaban encerrados a efectos de un toque de queda decretado para neutralizar supuestos planes de saqueos descubiertos por la Dirección Nacional de Inteligencia. Por supuesto, dicha información nunca fue transparentada so pretexto de que era ‘secreta’ y, en la práctica, los ciudadanos se encargaron de dejar sin efecto una orden tan inconstitucional como absurda.
Dos días después, el jueves, el jefe del Estado y el equipo ministerial se dirigieron a Huancayo para intentar rebajar los decibeles a las protestas que vienen sucediéndose en dicha ciudad desde la semana pasada. Allí, el presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, en su afán por querer ofrecer un ejemplo de la importancia de la infraestructura en el desarrollo de un país, terminó ensayando un vergonzoso reconocimiento a Hitler que estribaba, para variar, sobre un bulo.
Esa misma tarde, además, nos enteramos de que el Ministerio de Cultura había destituido a la viceministra de Patrimonio Cultural e Industrias Culturales, Sonaly Tuesta, y, en paralelo, de que se nombraba al médico Jorge López Peña, sancionado con tres meses de suspensión sin goce de haber por haber brindado declaraciones falsas sobre el hospital en el que ocupaba un cargo directivo en abril del 2020 e investigado por la Cuarta Fiscalía Penal Provincial de Huancayo por los delitos de falsedad y grave perturbación a la tranquilidad pública, como nuevo ministro de Salud.
Ahora bien, ¿resultan estas acciones del todo sorpresivas? Por supuesto que no. ¿Podría alguien asombrarse de que el mismo Gobierno que cree que se puede luchar contra la inseguridad ciudadana prohibiendo que dos personas viajen en una moto haya pensado que encerrando a toda una ciudad evitaría las protestas en su contra? ¿Acaso no es la misma administración que acaba de retirar a una funcionaria por criticar al jefe del Gabinete la que removió a un procurador general por denunciar al presidente? ¿No es más bien una muestra de coherencia que quienes nombraron a un ministro señalado por asesinato hayan nombrado a otro con una pesquisa fiscal abierta?
Lo que, por el contrario, sí llama la atención es que a nadie en el Gabinete estas situaciones les hayan generado el rubor necesario como para esbozar alguna crítica. Ninguno de los ministros, en efecto, fue capaz de articular algún cuestionamiento a lo que a todas luces era una medida desproporcionada y arbitraria contra los ciudadanos de la capital o de condenar enérgicamente las desgraciadas palabras del titular del Gabinete. Mucho menos de abandonar un Consejo de Ministros que, a estas alturas, es tan indefendible como quien lo preside.
Peor aún, hemos visto al ministro de Justicia, Félix Chero, intentando restarle gravedad a la referencia de Aníbal Torres a Hitler (“creo que el sentido común nos lleva a determinar que ningún ciudadano peruano y ningún ciudadano del mundo podría invocarlo como un referente o un paradigma”, ha dicho), al de Cultura, Alejandro Salas, afirmando que Sonaly Tuesta debió irse en lugar de ser removida si es que “no se sintió cómoda con las palabras del ‘premier’”, o al de Defensa, José Luis Gavidia, alegando sobre el toque de queda que “cualquier medida es justificada para evitar actos vandálicos”.
Como si no fuera suficiente tener ya a un presidente o a un primer ministro adictos a generar crisis, ahora también debemos acostumbrarnos a un equipo ministerial compuesto por defensores de ambos.
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