Ayer, Estados Unidos acudió a las urnas para elegir al que será su presidente durante los próximos cuatro años. Si bien en la mañana las encuestas daban una ventaja al candidato demócrata Joe Biden (particularmente en estados claves, como Pensilvania, Michigan y Wisconsin), la alta votación por correo debido a la pandemia –casi 64 millones de electores optaron por esta vía, según datos de U.S. Elections Project– y el recuerdo de cómo los sondeos se equivocaron en el 2016 al pronosticar una victoria relativamente cómoda de Hillary Clinton sugerían que quizá había que esperar un poco antes de conocer el resultado definitivo (al cierre de este editorial, por ejemplo, el recuento de votos en Florida era apretadísimo).
Pero más allá de una candidatura presidencial, lo que, en última instancia, los estadounidenses votaron ayer fue si prorrogaban el legado de Donald Trump o si, más bien, retomaban el derrotero que –con ciertos matices– caracterizó a la política del país norteamericano (y, en buena medida, a la del mundo) durante el siglo XX y la primera parte de este.
¿Qué implica dejar atrás la presidencia de Trump? Implica, en síntesis, abandonar a un presidente al que le calza tan bien esa actitud que el escritor inglés Daniel Defoe le confirió a los jóvenes: que no se avergüenzan de sus faltas, pero sí de su arrepentimiento. Esta, en buena cuenta, ha sido la conducta de Trump en los últimos cuatro años: incapaz de asumir una dosis de autocrítica, prefirió despedir a los colaboradores que le planteaban cambios o endilgarle la culpa a terceros, antes que asumir errores en su gestión.
Este comportamiento terminó siendo trágico para los estadounidenses cuando tuvieron que lidiar con la pandemia con un líder que no solo le restaba gravedad al virus, sino que se negó a rectificar y adoptar las medidas que su propia gestión recomendaba a la ciudadanía, mientras los muertos por el COVID-19 se apilaban –literalmente– por todo el país. Hoy, los contagiados en EE.UU. suman casi 10 millones.
La pandemia, sin embargo, no reveló nada que no supiésemos sobre Trump; a lo sumo, amplificó los defectos de su administración. Una administración signada por los ataques a la prensa, las instituciones y los compromisos que el país había suscrito a escala internacional antes del 2016. Como subrayó hace unos días el escritor Javier Cercas, resulta irónico que Trump haya enarbolado en esta campaña la bandera de “ley y orden”, cuando su presidencia ha sido lo contrario: caótica y permanentemente enfrentada a tantas normas –escritas o no– de EE.UU. Esto último, gracias, entre otros, a la connivencia de un irreconocible Partido Republicano incapaz de decirle que no, como se vio durante la nominación express de la jueza Amy Coney Barrett a la Corte Suprema.
Si, por el contrario, Trump es derrotado, es probable que su legado le sobreviva por un tiempo. Como han advertido varias voces, ese sector de la ciudadanía convencido de que los avances en los derechos de los migrantes, afroamericanos, minorías sexuales, mujeres y otros grupos –obtenidos en las últimas décadas– se han conseguido a costa de una pérdida de los suyos, y que se envalentonaron al ver a Trump en la Casa Blanca, seguirá activo. Después de todo, hablamos de un mandatario que no ha podido condenar ni el racismo sistémico del país que preside ni a los grupos supremacistas, a los que muchas veces ha parecido mirar con simpatía. Esta lógica de suma cero –donde si alguien ‘gana’ algo es porque otro ‘pierde’– también impregnó su gestión económica, marcada por una guerra comercial con China, cuyas consecuencias se han sentido en todo el globo.
Sobre ese legado es que los estadounidenses votaron ayer, en un momento, además, de áspera polarización social y con los estragos de la pandemia latentes.
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