Editorial El Comercio

La segunda vuelta electoral de las de , celebrada este domingo, terminó con un apretado triunfo de sobre . El exmandatario cosechó, efectivamente, 1,8 puntos porcentuales más del voto válido que el actual presidente y con ello aseguró su retorno al poder a partir del 1 de enero del próximo año.

Al igual que en la primera vuelta, las últimas encuestas le auguraban esta vez a Lula una ventaja bastante mayor a la que finalmente obtuvo en las ánforas, lo que sugiere la existencia de un número importante de electores que endosaron su apoyo al candidato conservador a regañadientes. Es decir, más por oponerse a su rival que por favorecerlo a él. Y eso no es de sorprender, porque, a pesar de su gran popularidad, Lula arrastra un pasado político ensombrecido por la corrupción.

Como se recuerda, él fue jefe del Estado en dos oportunidades consecutivas, entre el 2003 y el 2010, y luego apadrinó la postulación de , la candidata de su partido –el Partido de los Trabajadores (PT)–, quien llegó a la presidencia, pero fue luego destituida del cargo por el Senado brasileño en el 2016, en medio de acusaciones por haber maquillado las cuentas fiscales. A lo largo de todo ese período, Lula estuvo en el centro de más de un escándalo. En el 2005, durante su primer gobierno, se destapó el : un esquema de compra de votos en el Congreso que terminó con varios de sus más cercanos colaboradores sentenciados. Y más tarde, ya durante el gobierno de su sucesora, explotó el , que se remontaba a la época en la que él había estado en el poder. Las acusaciones fueron esta vez por sobornos relacionados con contratos millonarios de la empresa estatal Petrobras con constructoras privadas, y los tentáculos de la trama se extendieron bastante más allá de las fronteras del Brasil.

De hecho, hablamos del que ha sido considerado el mayor escándalo de corrupción en Latinoamérica y que solo en nuestro país –uno de los que más golpeó– provocó que se dictaran en su momento órdenes de detención o de prisiones preventivas contra los expresidentes Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala, los exalcaldes de Lima, Susana Villarán y Luis Castañeda Lossio, la tres veces candidata presidencial Keiko Fujimori y otras autoridades regionales. Y en el contexto de los juicios que motivó, Lula fue condenado a prisión por corrupción pasiva y lavado de dinero.

Su encierro se extendió por 19 meses, pero luego, en el 2021, el Supremo Tribunal Federal anuló sus condenas por vicios en el proceso y falta de imparcialidad del juez, y salió libre. Como muchos han anotado desde entonces, sin embargo, esa anulación no fue sinónimo de una declaración de inocencia. Con todo, una mayoría de los electores brasileños ha preferido ahora entregarle, una vez más, las riendas del gobierno a él que a Jair Bolsonaro, que tiene su propia cuota de cuestionamientos y desaciertos. Entre ellos, un manejo de la pandemia del que supuso la muerte de 685.000 personas y una recesión que ha precipitado a millones de personas de regreso a la situación de pobreza.

Lula encuentra un país dividido (en parte, por él mismo durante la campaña) y aunque ha prometido gobernar para los 215 millones de brasileños y no solo para los que votaron por él, su tarea no va a ser fácil, pues, por un lado, existe una mayoría opositora en el Congreso; y por el otro, la situación económica que recibe es muy diferente a aquella de bonanza que le tocó administrar años atrás. Pero, sobre todo, porque los indicios de corrupción que todavía lo cercan serán un problema para la legitimidad de esta tercera administración suya.

Así las cosas, los festejos que su victoria ha provocado en los sectores políticos que le son afines dentro y fuera de su país parecen fuera de lugar. Como ha ocurrido recientemente en tantos puntos de Latinoamérica, los brasileños simplemente han elegido una de las dos malas opciones que tenían a su disposición, y eso no puede ser motivo de celebración.

Editorial de El Comercio

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