Desde hace ya cinco días un grupo de miembros de la comunidad awajún de Supayacu, en la provincia cajamarquina de San Ignacio, mantiene secuestrado al profesor Jaime Núñez, quien trabaja en un proyecto cafetalero que es parte del programa de responsabilidad social de una empresa minera de la zona. La “razón” esgrimida para el secuestro ha sido el daño que la aludida minera estaría causando al ecosistema de la comunidad. Los secuestradores han hecho saber que están dispuestos a liberar a Núñez si reciben de la minera S/.1’500.000 (a manera de indemnización, según dicen, por los daños causados) y si esta además se retira del lugar.
Ayer, por otra parte, y a manera de complemento, unos 20 comuneros de Supayacu provistos de escopetas han bloqueado una vía cercana a su comunidad.
El secuestro, como suele suceder en estos casos, parece estar siendo tratado por las autoridades como un tema mucho más sociológico que penal. No se sabe, por ejemplo, de alguna brigada de rescate que haya enviado la policía o de ninguna medida semejante a la que se hubiera tomado si quienes hubiesen secuestrado a Núñez no hubiesen sido los miembros de una comunidad indígena protestando contra una minera.
Lo anterior no es de sorprender. De hecho, esta actitud estatal tiene antecedentes en el mismo lugar, cuando hace más de un año los comuneros de Supayacu secuestraron durante cuatro días a tres geólogos del Instituto Geológico Minero y Metalúrgico y a seis miembros de la vecina comunidad (también awajún) de Los Naranjos, que sí apoya el proyecto. En esa oportunidad los secuestrados fueron azotados con látigos y ortigas. El asunto tampoco terminó con una brigada de rescate y un juez penal. En su lugar, una comisión integrada por varios representantes estatales fue enviada a la comunidad a negociar el fin de la “retención” y a firmar un acta prometiendo que no habría denuncias por lo sucedido. Según parecería, el único momento en que la comisión no cedió fue cuando los comuneros, aparentemente convencidos de haber cometido un error de puntería en lugar de un atropello ético, le pidieron que a cambio de los diez secuestrados les entregaran diez trabajadores de la minera.
Vale la pena apuntar que, al adoptar el “trato especial” que suele dispensar en estos casos, gobierno tras gobierno, el Estado Peruano ni siquiera toma en cuenta si son ciertas las acusaciones que los comuneros involucrados vierten contra la minera de la que se trate. En el caso en cuestión, por ejemplo, la empresa no ha comenzado operaciones en la zona, sino simplemente trabajos exploratorios, y nadie ha probado los daños que los comuneros de Supayacu la acusan de causar (azuzados por líderes de los movimientos antimineros de la zona, como el alcalde provincial, quien ha dicho que la lucha contra la minería –así, en general– no debe cesar en Cajamarca). De hecho, las exploraciones de la empresa ni siquiera se realizan en los territorios de la comunidad de Supayacu, sino en los de la antes mencionada comunidad de Los Naranjos, que, dicho sea de paso, queda en otro distrito de la provincia.
Desde luego, con lo anterior no queremos decir que si la comunidad estuviese apoyándose en una verdad tendría algún derecho a este tipo de actos. Ningún camino de justicia puede seguir siendo tal si decide pasar, por ejemplo, por sobre las espaldas de diez ciudadanos inocentes (y a punta de ortigas).
El punto es que en el Perú ni la justicia ni la ley son iguales para todos. Lo que inevitablemente distorsiona el comportamiento de las personas en un modo que es perjudicial para la paz y el desarrollo. No es en vano, por ejemplo, que ahora 100 comuneros de Los Naranjos estén preparándose para ir por su cuenta a rescatar al trabajador secuestrado. Parecen haberse dado cuenta de que, al menos para quien al final decide si la ley se aplicará, la diferencia principal entre unos y otros comuneros es quién pega más fuerte. Y por el otro lado, tampoco es en vano que los proyectos mineros en Cajamarca hayan perdido tanto de su valor y estén encontrando muchos problemas para financiarse en los últimos tiempos.
Naturalmente, es muy probable que el Estado suela actuar de esta forma aquejado por ciertos traumas históricos que provienen de abusos innegables. Si ese es el caso, debiera de tomar nota de que una inequidad jamás se corrige montándole otra encima.