La tragedia de Los Olivos no termina de estremecer e indignar a la opinión pública. Conforme pasan los días y nuevo material audiovisual aparece sobre lo que realmente ocurrió el pasado 22 de agosto en la discoteca Thomas Restobar, resulta más claro que, aparte de las responsabilidades que tocan a los organizadores de la fiesta y a quienes asistieron a ella, así como a las autoridades municipales del distrito, existieron también gruesos errores en la ejecución de la operación policial, que terminó con un saldo de 13 muertes. Una circunstancia agravada por el hecho, confirmado ahora, de que hubo un intento sistemático de encubrir lo sucedido a través de una serie de mentiras pronunciadas por el oficial a cargo de la intervención y de la manipulación de las cámaras de seguridad del lugar por un suboficial Terna.
Este fin de semana, en un reportaje del programa “Cuarto poder”, se reportó que 5.924 archivos de video registrados por esas cámaras fueron tratados de borrar y que, de ellos, 1.196 correspondían a la fecha y a la hora de la operación policial. Felizmente, gracias a los especialistas del Ministerio Público, esas imágenes han podido ser recuperadas y analizadas en un peritaje digital forense que ha servido para reconstruir una situación pasmosa.
En primer lugar, esos registros permiten establecer que, al iniciarse la intervención, se deja huir del lugar a tres jóvenes, gracias a que un agente vestido de civil intercede por ellas. Luego es ya indiscutible que la puerta del local la cerró un efectivo policial antes de que la gente se agolpara en las escaleras que conducían a ella, y no “el tumulto de gente” que quería salir, como afirmó esa noche el capitán José Amézquita. El oficial, además, no solo mintió frente a los medios, sino también en el acta de intervención que firmó.
Las nuevas tomas han permitido conocer asimismo que los asistentes a la fiesta no arrojaron botellas contra la policía, como se dijo originalmente, y que personal policial femenino sí participó en la operación.
Por supuesto que las mentiras a los superiores son, en este caso como en todos, muy graves. Pero eso no es lo peor. Lo peor radica en lo que las mentiras y los intentos de deshacerse de las imágenes de lo ocurrido sugieren esta vez al unísono: que las autoridades policiales presentes en el lugar se dieron inmediatamente cuenta de la responsabilidad que les tocaría a los que intervinieron en el fatídico operativo y trataron de desaparecer las huellas.
“Yo asumo que me mintieron y […] siento vergüenza por esa mentira”, ha dicho el ministro del Interior, Jorge Montoya, a propósito de toda esta situación. Y si bien el sentimiento que describe es verosímil, las cosas no pueden quedar ahí. Que se sepa, hasta ahora la única reacción a estos terribles acontecimientos ha sido la “reasignación” de diez oficiales del Escuadrón Verde –a cargo de la operación– a nuevos puestos, lo que ni siquiera parece una auténtica sanción.
Cualquier observador razonable pensaría que, a estas alturas, ya el Gobierno tendría que haber puesto a disposición de la ciudadanía toda la información que ha ido conociendo a lo largo de las dos últimas semanas sobre este caso, pero eso no ha sido así. Estas progresivas revelaciones dejan, más bien, el sabor de que es solo a raíz de lo que el Ministerio Público detecta y la prensa divulga que estamos enterándonos de la verdad que se escondía y se esconde tras esta tragedia.
¿Está acaso esperando el titular del Interior a ser arrastrado a una interpelación parlamentaria de desenlace imprevisible para recién entonces poner todas las cartas sobre la mesa y avanzar con las sanciones que correspondan? ¿No comprenden en el Ejecutivo que el silencio puede llegar a ser tan sospechoso de encubrimiento como las mentiras o los videos borrados?
La vergüenza de la que ha hablado el ministro Montoya debe tener consecuencias que vayan más allá de las “reasignaciones” y los lamentos.