La economía de un país tiene muchas maneras de enfermarse. Inflación, crisis financiera, recesión y varios otros malestares que pueden atacar en conjunto han rondado las economías modernas del siglo XX y XXI. Una de las aflicciones más comunes en este listado es, sin duda, el déficit fiscal. Cuando el Estado gasta consistentemente más de lo que recauda, la resaca al momento de saldar la cuenta es larga y costosa. Históricamente, la región latinoamericana no ha sido ajena a este mal, y de hecho algunos países como Argentina y Brasil siguen lidiando de cerca con él.
El Perú, luego de décadas de desmanejo fiscal, ha logrado posicionarse como un país responsable con sus cuentas públicas. En esa línea, aunque el dinamismo económico haya sido débil en los últimos años, fue motivo de satisfacción que se reportase esta semana que el déficit fiscal se redujo de 2,3% del PBI en el 2018 a 1,6% del PBI en el 2019, alcanzando su punto más bajo desde el 2014. Cuidar con celo la disciplina macroeconómica –una de las principales ventajas del Perú en el escenario global– es una condición necesaria para regresar al país a la senda de crecimiento alto y sostenido.
Esta lectura generosa, sin embargo, es incompleta. Como es lógico, el resultado económico neto del gobierno se compone de sus ingresos y sus gastos; la diferencia entre ambos –en caso de que los gastos sean mayores– será cubierta con deuda o utilizando ahorros. Poner atención a cada una de estas partes resulta ilustrativo.
Por el lado de los ingresos, es cierto que una recaudación fiscal mejor que la del 2018 tuvo un impacto considerable en la caída del déficit. No obstante, el aumento de tan solo 0,3% en los ingresos por rentas de tercera categoría –una proporción de las utilidades de las empresas– apunta a un entorno económico más bien frío.
Respecto de los gastos, estos cayeron 0,1% del PBI en el 2019. Sin embargo, el ajuste vino no tanto por un esfuerzo de eficiencia o corte de grasa de parte del Poder Ejecutivo, sino por la incapacidad en la ejecución de la inversión pública. Como mencionamos hace pocas semanas en estas páginas, en términos reales la inversión en obras del gobierno fue menor en el 2019 que en el 2018. Que el bajo déficit se deba en parte a las limitaciones de gestión pública para invertir inevitablemente le quita algo de brillo al logro. El gasto en personal, al contrario, ha tenido una trayectoria clara: entre el 2014 y el 2019 subió en S/14 mil millones, equivalente a todo el presupuesto ejecutado en el sector Educación el año pasado.
Finalmente, tampoco es menor notar que hace unos días el Consejo Fiscal emitió una comunicación advirtiendo riesgos en la trayectoria de las cuentas públicas. En particular, señala que el reciente decreto de urgencia que le permite al Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) más holgura para cerrar el déficit fiscal hacia el 2021 podría “llevar a que la ampliación prevista [...] se destine a compensar menores ingresos o incrementar gastos corrientes” e “incrementa la probabilidad de estar cerca de los niveles máximos de deuda permitidos por la legislación actual”. El Perú tiene espacio fiscal suficiente para empezar a cerrar en serio las brechas de infraestructura pendientes, pero eso requiere voluntad política y capacidad de gestión, condiciones que no sobran hoy en día.
En resumen, la reducción del déficit fiscal es por sí misma una buena noticia, pero al analizar el detalle la imagen aparece algo menos satisfactoria. El dispendio fiscal excesivo no es, felizmente, una enfermedad grave de la economía peruana. Sin embargo, eso no significa que no debamos cuidar y fortalecer algunos aspectos serios directamente vinculados a la salud de la economía nacional y sus cuentas nacionales.