La revista “Forbes” mencionaba en noviembre del 2013 que las inversiones seguras son el nirvana de los emprendedores, y, como tales, no más que cantos de sirena que terminan por arruinar a quien los escuche. Los que, por ejemplo, compraron propiedades en Estados Unidos antes del 2008 con la convicción de que el precio de estas subiría indefinidamente aprendieron la lección de manera forzada.
El punto es que toda aventura empresarial trae consigo riesgos que, aunque quizá sean difíciles de prever en el corto plazo, son tan reales como los dividendos en caso de éxito. De hecho, para los inversionistas, las utilidades son justamente el ‘premio’ por identificar una necesidad insatisfecha y por tomar el riesgo de dedicar su tiempo y capital a un negocio incierto. Los negocios libres de riesgo no existen más allá de aquellos que el Estado garantiza a través de su poder para limitar la competencia.
La reflexión viene a cuento a raíz de los intereses de Petro-Perú y de los últimos datos publicados sobre el negocio de la extracción de petróleo. Por un lado, hacia inicios de esta administración, los entonces representantes de Petro-Perú comentaban que la producción de petróleo es “una inversión segura, no de riesgo”, y que “Petro-Perú ha obtenido la calificación doble A otorgada por una importante empresa calificadora” como evidencia de la solvencia de la empresa.
Por otro lado, esta semana se conoció que la producción nacional de petróleo ha llegado a su nivel más bajo de los últimos 45 años (58 mil barriles por día) y todavía no toca fondo. A pesar de que se pensaba que el 2014 y el 2015 serían años de bonanza para los negocios relacionados con el oro negro, el bajo precio internacional –que pasó de un pico de US$145 por barril a aproximadamente US$60 hoy en día– ha paralizado diversos proyectos como el lote 95 (Gran Tierra) y el 67 (Perenco). Entonces, cabe preguntarse con justicia: ¿qué hubiera pasado si Petro-Perú hubiese entrado al ‘negocio seguro’ de la extracción de petróleo con los fondos de todos los peruanos?
Existen, pues, motivos de fondo por los cuales el Estado no debe ensayar aventuras empresariales. Como hemos mencionado en anteriores editoriales, a diferencia del inversionista privado que tiene su propio patrimonio en juego en cada iniciativa de negocio y, por tanto, los mejores incentivos para invertir bien su limitado capital, el dinero público con el que se financian los emprendimientos del Estado es de “todos y de nadie”. El burócrata-empresario, a pesar de haber dilapidado los recursos de los contribuyentes, nunca puso en riesgo su capital.
El Estado no es una entidad concebida para generar utilidades. El riesgo del fracaso y la creación de riqueza deben nacer, por naturaleza, de emprendimientos privados. Más aun, antes de probar suerte en los negocios, un Estado como el peruano tiene tareas urgentes que sí son de su directa competencia y que falla en cumplir, como en los casos de la seguridad ciudadana y de la provisión de un sistema judicial funcional.
Por todo ello, es una mala noticia la reciente iniciativa del congresista Manuel Dammert para evitar que el 49% de las acciones de Petro-Perú se vendan al sector privado y que se aplique el artículo de la Ley 30130, que impide la participación de la petrolera estatal en actividades que le generen pasivos contingentes. A través de una iniciativa ciudadana que colectó más de 60.000 firmas, el Congreso vería en la próxima legislatura la posibilidad de que se suelten los cabos que hasta hoy limitan las ambiciones de Petro-Perú de invertir y arriesgar en ‘negocios seguros’ con el dinero de todos.
Si la privatización completa de la institución y la cancelación del despropósito de la refinería en Talara no son objetivos políticamente viables por ahora, el sentido común apunta a que cuando menos deberían mantenerse vigentes los corsés legales que le impiden a Petro-Perú apostar con los recursos de los contribuyentes. A fin de cuentas, lo único seguro en este negocio es el riesgo innecesario que asumimos todos.