Desde este espacio nos hemos mostrado particularmente escépticos respecto de las credenciales institucionales de Perú Libre. Esta semana, por ejemplo, resaltamos los vínculos entre su candidato, Pedro Castillo, e individuos involucrados con el Movadef –organismo fachada de Sendero Luminoso–, así como las amenazas sorprendentemente explícitas que diversos miembros de dicho partido han realizado en contra de las formas democráticas más elementales. Lo que se conoce hasta ahora de Perú Libre lo perfila como una agrupación de obvias tendencias autoritarias y como un riesgo para el balance institucional.
Pero los pecados de otros no hacen santo a uno. La trayectoria política de Keiko Fujimori, candidata en la segunda vuelta por Fuerza Popular, está salpicada de actos cuestionables y relaciones turbias. Como se sabe, Fujimori está en la mira del Ministerio Público por presuntamente haber recibido aportes ilegales en sus campañas políticas. El fiscal José Domingo Pérez y su equipo acusaron a la candidata ante el Poder Judicial en marzo pasado por los delitos de crimen organizado, lavado de activos, obstrucción a la justicia y falsa declaración en procedimiento administrativo. La fiscalía pide más de 30 años de pena para la lideresa de Fuerza Popular, quien ya ha pasado una temporada en prisión preventiva.
Más allá del debate sobre la solidez jurídica de las acusaciones del equipo especial Lava Jato, la actitud de Keiko Fujimori y del grupo que ella lidera ha sido contraria a los principios democráticos en más de una ocasión. Por un lado, sus vínculos con personajes sindicados como miembros de la banda criminal Los Cuellos Blancos del Puerto y el blindaje congresal a funcionarios útiles para los fines fujimoristas son manchas difíciles de ignorar. Por otro lado, la confrontación que su grupo parlamentario forzó con el Poder Ejecutivo durante las administraciones de los presidentes Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra –en vez de orientar su enorme poder legislativo hacia la puesta en marcha de una agenda constructiva– quedará en la historia como una muestra de miopía y mezquindad política.
Hasta la fecha, y aparte de tibios comentarios sobre cómo “Fuerza Popular cayó en el círculo vicioso de la confrontación”, Fujimori no ha demostrado un genuino aprendizaje y arrepentimiento sobre la manera en que manejó estos y otros asuntos durante los últimos cinco años. ¿Por qué deberían los votantes confiar en que esta vez, a cargo del Poder Ejecutivo y con la segunda mayor bancada en el Congreso, no usará su posición para obstruir investigaciones incómodas, avasallar a sus adversarios políticos y expandir su esfera de influencia más allá de lo que le corresponde? Ningún gesto de la candidata será suficiente para convencer a sus más duros detractores, y la palabra empeñada hoy bien puede olvidarse apenas ceñida la banda presidencial, pero un reconocimiento sincero de sus varias equivocaciones –acompañado de compromisos de garantías institucionales y de un equipo de gobierno independiente– podría ser su primer paso.
Con sus intransigencias, Keiko Fujimori se ha ganado a pulso la mayor parte del antivoto que hoy ostenta. La aparición de un rival como Pedro Castillo, con serias inclinaciones autoritarias, no limpia a Fujimori de sus propias culpas. Si la candidata de Fuerza Popular quiere ser la alternativa democrática ante la amenaza que representa Perú Libre, no le bastará con resaltar las debilidades de su oponente porque, en lo que respecta a pasivos institucionales, su principal enemigo es y ha sido ella misma. En fin, sembró vientos y hoy cosecha tempestades.
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