Ayer, desde esta página expresamos nuestra preocupación por el fallo del Tribunal Constitucional (TC) que, en buena cuenta, resucita el indulto que el expresidente Pedro Pablo Kuczynski le concedió a Alberto Fujimori en la Nochebuena del 2017, tras anular la sentencia del Poder Judicial que lo había revocado en octubre del 2018. Una decisión cuestionable del máximo intérprete de nuestra Constitución que, como era de esperarse, ha generado molestia en muchísimos ciudadanos.
Sin embargo, mientras la gran mayoría parece haber elegido hacer uso legítimo del derecho a la protesta para demostrar su descontento hacia lo determinado por el TC, desde el Gobierno y sus aliados en el Congreso se ha decidido que el momento es preciso para reanimar viejas ojerizas contra algunas de las instituciones de nuestro sistema democrático; sobre todo, contra el TC. Un aprovechamiento de la coyuntura, y de los ánimos caldeados, que haríamos mal en perder de vista.
Conviene recordar que la animosidad del presidente Pedro Castillo contra diversos organismos constitucionalmente autónomos data de la campaña electoral y ha sido materia de múltiples cuestionamientos desde entonces. El en aquel entonces candidato de Perú Libre propuso desactivar desde la Autoridad del Transporte Urbano (ATU) hasta el TC, pasando por la Sutrán, la Sunedu y la Defensoría del Pueblo. Y ya en Palacio de Gobierno, sus acciones han apuntado a debilitar estas instituciones (desde este Diario hemos advertido en más de una oportunidad sobre los retrocesos en las reformas de la educación y del sistema de transportes) y en el mensaje que pronunció el último martes 15 volvió a arremeter contra la Defensoría del Pueblo y el TC.
Por su parte, el presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, siempre fiel a su irresponsabilidad, fue mucho más allá y aseveró que el TC “no debe existir; debe desaparecer”. Una expresión imprudente alejada de la compostura que el cargo que ostenta exige y que parece justificar la peligrosa idea de que lo controversial de las decisiones de algunos entes autónomos puede ser pretexto para embestir su independencia.
Otros, como el congresista Guillermo Bermejo, incluso se han animado a hacer eco de una de las propuestas que Castillo hizo durante la campaña, anunciando que presentará un proyecto de ley para que los miembros del TC y el defensor del Pueblo sean elegidos mediante elección popular. Una medida que ya ha sido cuestionada por más de un especialista y que, de concretarse, terminaría por convertir a estas instituciones en botines políticos vulnerables al populismo y a nuestro precario sistema partidario.
Pero justamente por el hecho de que hay que defender la autonomía de instituciones como el TC es que no podemos perder de vista la precariedad de la posición en la que se encuentran. Este organismo, como se sabe, está compuesto por cinco magistrados con el mandato vencido y con uno más próximo a vencer y actualmente viene operando solo con seis miembros, tras el fallecimiento de Carlos Ramos Núñez hace casi seis meses. Desde hace ya algunos años el Congreso debió elegir a los reemplazos de los tribunos, pero más de una rencilla política ha hecho que la tarea se postergue. Esta situación, como es evidente, debilita al tribunal y le abre un flanco que sus adversarios no parecen querer desaprovechar.
Así, aunque el fallo de esta semana resulte cuestionable, tendrá que cumplirse, y esta situación no debe llevarnos a olvidar que el TC ha fungido en los últimos años como un importante muro de contención ante la ofensiva de normas aprobadas por las diferentes representaciones nacionales contra la Carta Magna.
Dentro del juego democrático, es entendible (y hasta saludable) que los ciudadanos discrepen de las resoluciones de algunas de sus instituciones si es que las consideran erradas. Lo que no podemos hacer es desacatarlas ni usarlas como caballos de Troya para impulsar agendas que, aprovechando una situación coyuntural, buscan en el fondo menoscabar la institucionalidad.
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