El lunes, el presidente del Tribunal Constitucional (TC), Ernesto Blume, anunció que ha convocado al pleno de esa institución para hoy a fin de evaluar la admisibilidad de la contienda competencial y la medida cautelar presentadas por el presidente de la Comisión Permanente, Pedro Olaechea (ayer, este Diario reveló que Blume había enviado un proyecto sobre el tema a sus colegas). En la misma ocasión, informó que se evaluarán también los pedidos del señor Gonzalo Ortiz de Zevallos para asumir como nuevo magistrado del TC.
Como se sabe, ambos asuntos se encuentran en el centro de una controversia legal y política, desatada el 30 de setiembre, en el momento en que, después de haber escuchado al entonces presidente del Consejo de Ministros, Salvador del Solar, plantear una cuestión de confianza que aspiraba a detener el proceso de votación por los candidatos al TC en marcha, la mayoría congresal decidió seguir adelante con él.
En esas circunstancias, Ortiz de Zevallos obtuvo 87 votos: exactamente el mínimo que se requería para ser elegido. Pero después un sector minoritario de la representación nacional cuestionó su elección, alegando problemas de procedimiento, lo que ha dejado hasta ahora toda la situación en suspenso.
Dos son, en esencia, los cuestionamientos. Primero, que quedaron pendientes dos recursos (uno de reconsideración y otro impugnatorio) presentados antes de la disolución del Legislativo. Y que, hasta que estos no se revisen en el pleno, la designación del abogado no podría concretarse (desde un lado alegan que dichos recursos no serían válidos porque llegaron después del cierre del acta de votación, pero –como han recordado algunos expertos– existen precedentes de reconsideraciones que han sido aceptadas aun luego del cierre del acta). Segundo, que la designación sería espuria al no haber sido publicada en el diario oficial, tal y como indica el reglamento normativo del TC. Aquí también, empero, existen voces discrepantes que alegan que basta con haber conseguido los votos requeridos para que la elección sea válida.
La votación, por añadidura, dio pie a la interpretación de la “denegación fáctica de la confianza” sobre la que el presidente se basó para decretar la disolución del Congreso: una medida cuya constitucionalidad tiene defensores y detractores de toda laya.
Así las cosas, era obvio que las dos materias tenían que ser sometidas a la atención del TC, única instancia con la autoridad necesaria para resolver las dudas que se cernían en torno a ellas. Solo de esa manera el camino por el que se terminase optando gozaría de la legalidad y legitimidad que la institucionalidad que todos nos hemos comprometido a respetar demanda.
Surgieron, sin embargo, inmediatamente voces que trataron de objetar esa posibilidad; particularmente en lo que concierne a la contienda competencial. Si el Parlamento estaba ya disuelto, decían, su titular no tenía derecho a preguntarle al TC si la disolución había sido constitucional… porque ya estaba disuelto. Un argumento que, a todas luces, se mordía la cola.
El solo hecho de que Olaechea presentase los documentos en nombre del Parlamento e identificándose como su presidente –lo que, en la lógica de su demanda, es consistente– provocó que el presidente lo acusase de “usurpador” y lanzara de manera poco disimulada al procurador de la PCM a denunciarlo como tal ante la fiscalía: una actitud que ya hemos criticado aquí por lo contradictoria que resulta con declaraciones previas del propio mandatario sobre su disposición a respetar lo que el TC determinase sobre el decreto supremo con el que ordenó la disolución.
Por eso, consideramos que ha hecho bien el titular del TC en no dejarse aturdir por esos cargos agitados desde el Ejecutivo que dan el asunto por “fácticamente” ya resuelto y el clamor, indiscutiblemente mayoritario, que desde las calles reclama que así sea. La ley –se sabe, pero se olvida fácilmente– no puede ser cualquier cosa que el humor cambiante de una multitud determine.
Introducir, en consecuencia, una dosis de racionalidad en todo este trance es lo que hacía falta. En realidad, lo ideal sería que el TC no se detuviese en cuestiones de procedimiento para no pronunciarse sobre el fondo del asunto. Es decir, que admitiese la cuestión de competencia para dar una opinión sobre ella en lugar de librar el bulto pretextando requisitos siempre a la mano.
Si se elige esa manera elíptica de dejar las cosas como están, la duda constitucional quedará abierta y la guerra en torno a ella continuará, hasta que la historia se encargue de sancionar de qué lado estaba la razón. Pero para eso pueden pasar años y hasta décadas, y el país no debería seguir caminando con esa herida.
De cualquier forma, este paso inicial es positivo. Escuchemos con atención lo que los magistrados del TC tienen que decir antes de estar tratando de ganar este debate por aclamación.