Editorial El Comercio

El jueves, tras un acuerdo alcanzado con la administración del presidente estadounidense,, el régimen de en liberó a (de los 245 que, se calculaba, existían en el país centroamericano hasta esta semana). Las víctimas de la dictadura, sin embargo, no recobraron su vida anterior, sino que hacia el país norteamericano, tildadas como agentes de Washington por Managua: “No queremos que quede ningún rastro de los mercenarios del imperio en nuestro país”, dijo Ortega al respecto.

Entre los deportados están , opositora a Ortega y precandidata a la presidencia de Nicaragua en el 2021; , compañera del hoy dictador durante la revolución sandinista de la década de 1970, y , uno de los líderes estudiantiles más conocidos en el país, además de empresarios, dirigentes campesinos, académicos y hasta sacerdotes.

Aunque la liberación responde a un intento del sátrapa y sus adláteres para mejorar su relación con Estados Unidos, que hasta hoy mantiene sanciones económicas contra la tiranía, la manera en la que todo se ha desarrollado demuestra que Ortega está lejos de mostrar propósito de enmienda. No solo por lo beligerante de su discurso, sino también por el hecho de que ha forzado a los otrora encarcelados a que cambien la cárcel por el destierro. El objetivo, por supuesto, es evitar que lideren fuerzas opositoras en el país centroamericano que puedan poner en jaque el proyecto autoritario del sandinismo, como ocurrió en el 2018.

Además, apenas un día antes del traslado de los presos políticos a Washington, la dictadura condenó a dos periodistas del diario “La Prensa”, acusados de supuestamente atentar contra la “integridad nacional”.

Como sabemos, Ortega, que cogobierna junto con su esposa, , se halla en el poder desde hace 15 años, un tiempo en el que, al puro estilo de las otras tiranías socialistas latinoamericanas, se ha volcado a aplastar cualquier conato de oposición, a destruir la separación de poderes y a acosar a la prensa independiente, además de amañar los procesos electorales y encarcelar a los críticos o forzarlos al exilio. Una circunstancia que, con sus características propias, se repite en países como Venezuela o Cuba.

En el país llanero, según cifras de la ONG Venezuela Foro Penal, existen más de 250 presos políticos. En Cuba, el número ascendía a 1.034 en noviembre pasado.

En ambos casos, la precariedad política y económica también ha forzado a millones de ciudadanos al éxodo. Como se sabe, nuestro país ha acogido a más de un millón de venezolanos que han escapado de la dictadura chavista. En el caso de Cuba, solo entre octubre del 2021 y julio del 2022, más de 3.000 personas fueron interceptadas por la Guardia Costera de Estados Unidos mientras huían en balsas de la isla, sumándose a las más de 100 mil que trataron de entrar al país norteamericano por tierra.

Todo esto trae a colación inevitablemente la manera vergonzosa en la que, en nuestro país, muchas voces, particularmente de izquierda, se han negado a aceptar esta realidad y, en el colmo del absurdo, han afirmado que el que sí es un preso político es el expresidente , que se encuentra hoy bajo mandato de prisión preventiva dictado por el Poder Judicial y ratificado por una segunda sala por haber intentado subvertir el orden democrático el pasado 7 de diciembre mediante un golpe de Estado. Una mentira que en nuestro país han repetido legisladores como Pasión Dávila y que, en el exterior, lo han hecho mandatarios de la región, como el colombiano Gustavo Petro, el mexicano Andrés Manuel López Obrador y la hondureña Xiomara Castro. Un doble rasero que pone de manifiesto sus febles convicciones democráticas.

Curiosamente, se trata de los mismos que han mostrado siempre cierta condescendencia hacia el régimen sandinista cuyo gesto de liberar a centenares de perseguidos políticos esta semana no debería engañar a nadie sobre su verdadera naturaleza; esa que desprecia a la disidencia o que, más bien, le teme.

Editorial de El Comercio

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