El mundo entero vio con terror el pasado viernes 13 cómo 129 personas en París fueron asesinadas por terroristas del Estado Islámico en ataques coordinados realizados en calles, bares, restaurantes, un estadio y un teatro. Los hechos recordaron el atentado contra el semanario “Charlie Hebdo” el 7 de enero, en el que 12 personas fallecieron y que motivó movilizaciones internacionales en rechazo a la violencia y a la barbarie fundamentalista.
Tiene sentido que la conciencia internacional se enfoque en el duelo por las víctimas mortales de estos ataques. Europa y el resto del mundo han condenado firmemente las acciones. Los peruanos conocemos de primera mano lo desgarrador que es permitir que la violencia extremista tome las vidas de inocentes y también la sensación de miedo generalizado que se llega tras cada atentado.
El espíritu de empatía con las víctimas, con sus familiares y, en general, con el pueblo francés, sin embargo, no debe confundirse con un ánimo de revancha mal concebido. Tras los atentados, no faltaron los llamados a limitar el ingreso de refugiados que escapan de la guerra civil en Siria y de Iraq. Líderes de países como Polonia y República Checa ya han cuestionado públicamente los planes europeos de recepción de inmigrantes. En tanto, al menos 13 gobernadores de Estados Unidos anunciaron que no aceptarán refugiados sirios. Previsiblemente, la escalada de retórica en contra de los inmigrantes de la zona en conflicto –principalmente musulmanes– ha tomado vuelo.
Ha resultado, pues, demasiado fácil para varios colocar el peso de la responsabilidad por los atentados del viernes sobre toda la comunidad islámica. A lo largo de la historia nunca han faltado, después de todo, grupos enteros a quienes culpar por los crímenes de pocos. El Estado Islámico –apuntan todos los indicios y sus propios comunicados– es el único responsable, y en esa misma medida atribuir los ataques al pueblo musulmán es tan prejuicioso como equivocado. La injusticia cometida en contra de las víctimas en París no debe ser correspondida con otra injusticia, esta vez en contra de los inmigrantes que intentan escapar, justamente, de criminales como los que perpetraron los ataques.
En las últimas décadas, la atención del mundo hacia los acontecimientos en el Medio Oriente motivó que los países de Occidente se hiciesen una idea del pueblo musulmán y de sus costumbres que no se condice necesariamente con la realidad. Hay más de 1.500 millones de musulmanes en el mundo y la diversidad entre ellos es vasta. Por ejemplo, mientras que en Arabia Saudí e Irán las mujeres son privadas de derechos fundamentales, en Turquía e Indonesia gozan de plena libertad. De hecho, este último país tiene, por un lado, el mayor número de pobladores musulmanes del mundo y, por otro, un porcentaje de mujeres en altos cargos empresariales (40%), mayor que el de Estados Unidos (22%) o Dinamarca (14%). Los miembros del Estado Islámico representan apenas el 0,007% del total de musulmanes del globo, y la gran mayoría de estos últimos rechaza cualquier acción violenta.
El Estado Islámico, qué duda cabe, debe ser erradicado. Pero no está de más recordar que Omar Ismail Mostefai, el primer atacante identificado, no es de Siria ni Iraq, sino natural del sur de París, en tanto que el presunto autor intelectual de la matanza, Abdelhamid Abaaoud, es de Bélgica. En la medida en que la violencia se intensifique, promover sentimientos xenófobos e injustos contra una comunidad principalmente pacífica solo ayudará a generar los mismos sentimientos de rencor que motivaron en parte los atentados que hoy lamentamos.