Ayer el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) entregó las credenciales a los congresistas elegidos el pasado 11 de abril para el período parlamentario 2021–2026. Como se sabe, ninguno de los partidos que alcanzaron representación en el Legislativo ostenta una mayoría suficiente como para aprobar iniciativas por sí solo y, en consecuencia, lo que se vislumbra es una trabajosa búsqueda de consensos entre diversas bancadas a lo largo de los próximos cinco años.
Es decir, estamos frente a un escenario muy distinto al que se instauró en ese poder del Estado después de las elecciones del 2016 (en el que Fuerza Popular contaba, al principio por lo menos, con una bancada de 73 integrantes) y más bien semejante al que observamos en el Congreso actual: el de una constelación de minorías. La inmovilidad derivada de la fragmentación es por lo tanto un peligro que se cierne sobre la nueva conformación parlamentaria.
Las dos experiencias a las que aludimos nos han mostrado en realidad las dos caras de lo pernicioso que puede resultar un Congreso que no se conduce responsablemente: o bien porque bloquea la acción de gobierno de una administración con la que la mayoría no comulga, o bien porque cede a la tentación de impulsar medidas populistas o inconstitucionales para granjearse un efímero favor popular.
De más está decir que ninguna de esas actitudes sería deseable de parte de los futuros padres de la patria… pero tampoco se puede pretender que la necesidad del consenso sirva para avasallar identidades políticas o ideológicas. Cada parlamentario tiene que ser fiel al voto que lo colocó en donde ahora se encuentra. Y así, si alguien le solicitó el respaldo a la ciudadanía para proteger el modelo económico, tiene que actuar con esa prioridad en mente; y lo mismo vale para quienes recibieron un encargo de signo distinto. Pero lo que debería quedar descartado de antemano son la ligereza y la búsqueda del provecho personal en el ejercicio del cargo.
Existen asimismo materias como la salud y la educación en las que los acuerdos no deberían resultar tan impensables, pero, de cualquier forma, el reto para la pléyade de bancadas que se acomodarán a partir del 28 de julio en el hemiciclo es enorme.
Junto al desafío de alcanzar puntos de encuentro y no caer en el prurito de la obstaculización por ojeriza política, sin embargo, los nuevos legisladores deberán asumir una grave responsabilidad: la de velar por la constitucionalidad de las iniciativas que les envíe el Ejecutivo y la de las propias. El vergonzoso espectáculo de la aprobación de medidas que entrañan una obvia transgresión a la Carta Magna y que luego, cuando ya parte del daño está hecho, el Tribunal Constitucional (TC) tiene que anular no puede repetirse.
En ese sentido, el proyecto de uno de los candidatos que podría llegar a la presidencia para convocar un referéndum sobre una hipotética asamblea constituyente merece una atención especial. Como hemos hecho notar ya en estas páginas, ni el jefe del Estado puede convocar al tal referéndum ni la figura de la asamblea constituyente está contemplada en nuestra actual ‘ley de leyes’. Por lo que el eventual embate para imponer ese plan a marcha forzada y por la vía de la agitación en las calles tendría que ser resistido y atajado por la representación nacional.
Lo mismo tendría que suceder a propósito de cualquier intento por “desactivar” o recortar el margen de acción de alguna de las instituciones propias del orden constitucional –como el propio TC o la Defensoría del Pueblo– o el de la prensa libre.
Para estar en capacidad de funcionar como dique de cualquier deriva autoritaria que pudiera provenir del Ejecutivo, sin embargo, los parlamentarios que pronto jurarán como tales tendrán que ganar respeto y credibilidad frente a una ciudadanía que, teniendo frescas en la memoria las calamitosas performances de sus antecesores, los mirará de seguro con mucha desconfianza desde el principio. Ojalá así sea.
Contenido sugerido
Contenido GEC