(Ilustración: El Comercio)
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Editorial El Comercio

El plazo para que quienes quieran postular a la presidencia de la República en los comicios del próximo año se afilien a un partido que cuente con inscripción electoral –requisito indispensable para participar en la contienda– vence el 30 de setiembre. Por ello, estamos siendo testigos en estos días de bruscas conversiones a credos políticos de personas que hasta hace muy poco parecían valorar mucho su independencia o soñaban con fundar una nueva organización por lo insatisfactorias que les resultaban todas las existentes.

Algunas de esas afiliaciones ya se produjeron y otras se producirán inexorablemente en los siguientes siete días, pero la interrogante que todas ellas plantean es una sola: ¿qué tan auténtica e institucional es la relación entre esos partidos y sus nuevas adquisiciones? Y si extremamos la suspicacia, podríamos preguntar incluso: ¿quién está adquiriendo a quién? ¿El partido al candidato, o viceversa? ¿Acaba, por otro lado, esta exigencia de militancia en el partido por el que se va a postular a la presidencia con el fenómeno de los “vientres de alquiler” electorales?

Hasta las elecciones del 2016, lo que ocurría era que los aspirantes sin partido conseguían ser “invitados” por alguno de ellos para participar en unas elecciones internas de rigor diverso y eventualmente lograban colocarse en el partidor de la carrera presidencial. Los casos de Verónika Mendoza con el Frente Amplio y Julio Guzmán con Todos por el Perú son ejemplos ilustrativos de ello. Y lo que sucedió después entre ellos y esas organizaciones políticas también debería serlo…

Como se sabe, tras su exclusión de las elecciones presidenciales pasadas, Guzmán perdió todo vínculo con el partido que lo había auspiciado, mientras que Verónika Mendoza, secundada por un grupo de congresistas cercano a ella, rompió palitos con el Frente Amplio algunos meses después de su derrota electoral. Al parecer, la relación en ambos casos era postiza y, pasado el trance electoral, simplemente se desvaneció.

Bajo la nueva norma, desde luego, esa misma figura se hará más difícil. Pero, lamentablemente, la posibilidad de practicar el oportunismo político persiste, pues lo que sugieren estas bruscas militancias no es una vieja afinidad con la doctrina del partido elegido por el recién inscrito, sino el apuro por conseguir un vehículo apto para participar en la competencia. De lo contrario, las afiliaciones no se producirían faltando tan pocos días para que el plazo se extinga.

El oportunismo al que aludimos, por otra parte, no puede ser cargado solo a la cuenta de los potenciales candidatos. Se trata, más bien, de un oportunismo compartido con los partidos mismos, pues estos se avienen a enrolar a un repentino converso a su causa y a transformarlo en su carta para la presidencia por la mera posibilidad que ofrece de atraerles votos que de otra manera jamás conseguirían.

Cabe anotar que, en realidad, la reforma aprobada sobre este punto es un poco más exigente: demanda a los aspirantes a convertirse en candidatos presidenciales seis meses de militancia partidaria antes de las elecciones primarias de la organización a la que pertenecen (en este caso, ese plazo se habría cumplido en mayo pasado, por lo que se consideró conveniente optar excepcionalmente por la fecha ya mencionada)… Pero eso tampoco garantiza mucho en materia de vinculación institucional entre el postulante y el partido que lo lanza.

En cualquier caso, será interesante preguntar en los próximos días a los candidatos de militancia flamante qué los llevó a identificarse con la organización política en la que se acaban de inscribir y, sobre todo, por qué no lo hicieron antes. Llegado el momento, además –y si la suerte no los acompaña en las ánforas–, se podrá contrastar esas respuestas con la actitud que adopten mañana hacia las organizaciones a las que ahora se han incorporado.

Mientras tanto, habrá que contentarse con ejercer un sano escepticismo hacia estas bruscas militancias y permanecer vigilantes ante el riesgo de solo estar cambiando en el proceso electoral que tenemos ad portas los “vientres de alquiler” por una rebuscada forma de inseminación artificial.

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