Esta semana, el Congreso decidió no vacar al presidente Martín Vizcarra. Se ataja, así, una vorágine temeraria que una mayoría había abierto hace una semana y que bien pudimos habernos ahorrado todos: por un lado, porque el mandatario no consiguió (no ha conseguido hasta ahora, para ser precisos) despejar varias interrogantes sobre su participación en el Caso Swing y en las contrataciones de personas allegadas a él o a su entorno más cercano con el Estado; y por el otro, porque el Legislativo no pudo probar en qué consistía esa “incapacidad moral permanente” que –se nos decía– ameritaba remover al jefe del Estado. Lo único que quedó claro es que cierto sector en el Parlamento ya se sentía en el poder y que, por ello, no dudó en contactarse con las Fuerzas Armadas o ensayar gabinetes en la sombra.
Lo ocurrido en la última semana, además, terminó relegando a lo único que no deberíamos perder de vista: los estragos que, ya sea en lo sanitario, social o económico, viene produciendo la pandemia en el territorio nacional. En realidad, estos días han sido una alegoría precisa para resumir lo que ha sido este quinquenio que ya se siente demasiado largo: el de un Ejecutivo y un Legislativo enfrentados –la mayor de las veces por nimiedades–, mientras la ciudadanía trata de continuar con su vida a pesar de aquellos.
Para ser honestos, podríamos decir que el cuadro alcanza también para graficar muchísimas etapas de nuestra historia y que la República ha sido, en buena cuenta, el retrato de una clase política atrapada entre pugnas, mezquindades y cinismo, con una sociedad moviéndose ajena a ella. Pero el hecho de que solo en este último quinquenio hayamos visto tres intentos de vacancia presidencial, una renuncia a la jefatura del Estado, una disolución del Congreso, horas y horas de audiencias judiciales de exautoridades, la renuncia de un fiscal supremo atrapado en escándalos y las miasmas de las esferas más altas de nuestro sistema de justicia segregadas en la forma de audios, debería hacernos reflexionar sobre el país del que formamos parte y que en nueve meses cumplirá 200 años. El COVID-19, que nos ha llevado a los primeros lugares de los ránking mundiales por todas las razones equivocadas, solo vino a enrostrarnos aquellos problemas que conocíamos –o cuando menos intuíamos– pero que intentamos barrer bajo la alfombra. Y, nuevamente, si el virus parece hoy estar remitiendo según las estadísticas, es difícil sostener que ello se debe al trabajo colaborativo entre el Gobierno y el Parlamento; sino más bien se ha alcanzado a pesar de las rencillas entre ambos.
Por supuesto que, antes del bicentenario, todavía queda un proceso electoral pendiente, pero a decir verdad habría que preguntarse cuánto cabe esperar de este cuando sus protagonistas, los partidos políticos, parecen hoy organizaciones sin programas, alineadas bajo las indicaciones incuestionables de un líder o de una cúpula y cuyo andar lo definen los cálculos del momento y no los principios (ello, por no hablar de la siempre incompleta reforma política). No se entiende, por ejemplo, cómo un Congreso concebido precisamente por el enfrentamiento entre dos poderes del Estado haya buscado ahora protagonizar uno de similar magnitud.
Cada vez va siendo más claro que, gane quien gane en el 2021, no podrá llegar muy lejos sin alguna clase de pacto o entente (lejos, vale decir, en los cambios que el país requiere). Pactos, esto es, menos estridentes –desde el Acuerdo Nacional hasta el Pacto Perú, hemos tenido muchos eslóganes y fotos–, pero más sustanciosos. Pactos que apunten a reforzar unas instituciones que protejan a los ciudadanos incluso de las malas autoridades. Pactos, en fin, que garanticen que el cataclismo político que hemos vivido en este quinquenio nunca vuelva a repetirse.