Una última encuesta de Ipsos, divulgada el domingo en el programa “Cuarto poder”, le ha puesto cifras a lo que todo el país percibe desde hace tiempo: la desaprobación de la ciudadanía a las autoridades que nos gobiernan desde el Ejecutivo y el Legislativo es abrumadora; inédita –por lo menos en lo que concierne a la figura presidencial– tras solo ocho meses y semanas del estreno de administración alguna en nuestra historia republicana. El sondeo registra, en efecto, un 76% de desaprobación para el jefe del Estado (y solo un 19% de apoyo) y un 79% de desaprobación al Congreso (y solo un 14% de apoyo). Una situación en la que más de tres de cada cuatro peruanos reprueban la fuente de las disposiciones que están obligados a acatar.
Los memoriosos pueden quizás recordar que, mientras ejercía como mandatario, Alejandro Toledo escaló hasta un 89% de desaprobación, pero aquello, que ya fue bastante grave, ocurrió aproximadamente dos años después de que hubiese llegado al poder. Mientras que Pedro Pablo Kuczynski registró el mismo rechazo que el presidente Pedro Castillo registra hoy, pero 20 meses después de jurar el cargo y ad portas de renunciar al mismo. En lo que concierne al Parlamento, la representación nacional que fue elegida en enero del 2020 llegó a un 88% de desaprobación en noviembre de ese mismo año, tras el episodio que acabó con Manuel Merino en la presidencia. Lo que tenemos ahora es prácticamente igual de calamitoso.
Para hacerse una idea de la velocidad a la que el deterioro del respaldo ciudadano a sus representantes elegidos se está produciendo, cabe anotar que, en uno y otro caso, el incremento de la desaprobación ha sido de casi diez puntos porcentuales en solo un mes. Existen, además, otros números en la referida encuesta que confirman el grado alarmantemente reducido en el que se encuentra la confianza de los peruanos en quienes hoy por hoy definen sus destinos. Ante la pregunta de si el actual presidente debería renunciar o gobernar hasta que concluya su mandato, un 63% de los consultados opta por lo primero y solo un 35% por lo segundo. Y ante la pregunta de cuál de los dos poderes está haciendo mejor gestión, la respuesta mayoritaria (64%) es “ninguno”. Es decir, estamos frente a las cifras de un auténtico desastre que, para colmo de males, no tiene visos de mejorar.
En el Ejecutivo, efectivamente, parecen determinados a continuar con la designación de funcionarios que no dan la talla para sus cargos ni técnica ni moralmente. Y mientras tanto, el Legislativo se debate entre la complicidad clientelista y el populismo descarnado: dos maneras de ignorar las tareas de fiscalización que le corresponden y que hoy más que nunca se echan en falta de su parte.
¿Cuál es la consecuencia de tener autoridades que la población en realidad no percibe como tales? Pues, lógicamente, que esta empiece a cuestionar su obligación de obedecer sus mandatos. Lo acaecido una semana atrás con el inaudito intento del presidente Castillo de someter a limeños y chalacos a una inmovilización social que no se justificaba da una idea de lo que podría suceder a escala mayor si continuamos en esta espiral absurda. Y la desobediencia civil es un recurso extremo al que ningún gobierno debería empujarnos.
Los ciudadanos, sin embargo, no podemos desentendernos del grado de responsabilidad que nos toca en la gestación del producto final que hoy padecemos. Todos, los que votaron en un sentido o el otro, y hasta los que votaron en blanco o no acudieron a votar, contribuyeron a montar este cataclismo. Y la grita de “que se vayan todos”, si bien puede tener un comprensible efecto de desfleme, a la larga anticipa la probable reproducción de un escenario similar al presente.
Nuestra primera tarea debería ser tratar de obligar al Gobierno y al Congreso en funciones a empezar a conducirse con un mínimo de racionalidad y solvencia moral. Y si esa opción naufragase, no volver a convertir al gato en despensero ni a los necios en los pilotos de la nave del Estado.