Editorial El Comercio

Mientras que el país transita hacia lo que parece ser el fin de la primera –y ojalá única– ola de contagios, las sumas y las restas del impacto económico de los últimos meses se hacen cada vez más claras. Una de las primeras conclusiones que dejan las cifras del segundo trimestre del año, en el que el Perú fue uno de los países con la contracción del PBI más fuerte del mundo sin conseguir buenos resultados en el frente de la salud, es que la paralización económica forzosa de esos meses fue demasiado restrictiva y generalizada.

En este lapso, como reveló el lunes pasado un informe de este Diario y el Instituto Peruano de Economía (IPE), 18 de las 24 regiones del país cayeron en recesión. Actividades como construcción o alojamiento sufrieron una paralización casi total durante varias semanas y no todas han vuelto a operar a la fecha.

Y si bien todas las regiones tuvieron retrocesos, los matices importan. Mientras que Pasco cayó más de 50% en el trimestre en cuestión, en regiones como Tacna o Moquegua la contracción del producto no superó el 16%. La diferencia, en estos y en otros casos, la imprimió la presencia de la actividad minera. En la primera región la producción de diferentes minerales colapsó; en las segundas se mantuvo relativamente estable.


Ello debería servir de lección para los meses que vienen. La actividad minera puede y deber servir de palanca fundamental para la recuperación de la actividad económica general. Son dos los motivos principales que sustentan esta propuesta. En primer lugar, los proyectos mineros que ya están en construcción –como Quellaveco, Mina Justa y la ampliación de Toromocho– pueden mover cientos de millones de dólares de inversión descentralizada y altamente productiva en un período relativamente corto de tiempo. Si a ello se le agrega la demanda generada por la mano de obra adicional, materiales de construcción, transporte, proveedores especializados, alojamiento local y varios otros rubros relacionados, el impacto es enorme. Más aún, la cartera de proyectos que podrían empezar en los siguientes años –de no mediar largos trámites o conflictividad social– se cuenta en las decenas de miles de millones de dólares. Ningún otro sector económico tiene este potencial inmediato.

En segundo lugar, el momento internacional es adecuado. Los buenos precios de los principales minerales invitan al rápido restablecimiento de la producción. Con la libra de cobre en aproximadamente US$3 y el oro en casi US$1.900 por onza, los envíos locales tienen mucho más valor para generar ingresos, inversiones y tributos. La coyuntura debe ser aprovechada mientras dure.

En un contexto de pandemia, además, la industria minera tiene el potencial de implementar protocolos adecuados para reducir el riesgo de contagio. En muchas ocasiones, sus operaciones suelen ocurrir en zonas relativamente remotas, con menos posibilidades de transmisión del virus que otras actividades económicas que requieren de la densidad urbana para desarrollarse.


Vista con atención, no es demasiado lo que se requiere para tener a la minería como punta de lanza efectiva de la recuperación económica. Las condiciones estructurales del Perú para el desarrollo de la actividad existen. La principal barrera hoy es, quizá, el gramo de voluntad política que al Gobierno le ha faltado para impulsar mejoras regulatorias y proyectos mineros que podrían ya estar en una fase más adelantada. El país requiere de tener todos los motores posibles prendidos a su máximo potencial en estos momentos, y la minería debería ser uno de los más potentes. Opacar su relevancia potencial por consideraciones políticas es sumamente irresponsable, y esperar a que una siguiente administración prenda el motor podría ser ya demasiado tarde.

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