No son pocos los que han descartado las justificaciones de corte histórico y sociológico para las violentas protestas que toman lugar en el sur del país. Tienen ellos un punto aquí: en una democracia, la falta de servicios básicos no puede utilizarse como excusa para imponer acciones sobre el resto de la sociedad. Ese es el camino del desgobierno y el caos. A la vez, sin embargo, tampoco se puede negar el contexto social donde toman lugar las manifestaciones más concurridas y las corrientes de opinión más radicales en nuestro país.
Llevada al extremo, cualquier estrategia de oposición violenta es contraproducente. El cierre de vías, por ejemplo, deteriora la pretensión de legitimidad de las manifestaciones y entrampa un diálogo que podría ser productivo. ¿Hacia dónde debería apuntar ese diálogo? La primera respuesta, obvia e inmediata, es hacia una salida institucional de la crisis política, la que deberá pasar, de un modo u otro, por algún adelanto de elecciones generales. La segunda respuesta es bastante más compleja, pero tanto más necesaria: así como son inaceptables en un Estado de derecho la violencia y el bloqueo de carreteras, también debe ser intolerable la indolencia que la población más vulnerable del país ha recibido de parte de sus autoridades y del Estado en general.
Resulta impreciso afirmar que las protestas que han paralizado regiones como Puno, Cusco, Ica y Madre de Dios han revelado las brechas que allí existían. Estas se conocen de sobra desde hace décadas. El drama de fondo es que, a pesar de contar con un presupuesto público nacional que casi se ha quintuplicado en los últimos 20 años, las mejoras en servicios básicos como educación, salud o transporte no han ido ni de cerca al mismo ritmo.
El acceso a salud es, en diversas partes del sur, propio de países mucho más pobres que el Perú. Según un informe de ECData, publicado ayer en este Diario, “en el 2022 solo el 2% de los 1.714 centros del primer nivel de atención en las regiones del sur del país se encuentra en buen estado, mientras que apenas tres de los 50 hospitales cuentan con la infraestructura adecuada para atender a los ciudadanos”. En esta zona, casi la mitad de los niños de 6 a 35 meses presentan cuadros de anemia infantil. Al mismo tiempo, los gobiernos regionales dejaron de usar más de S/400 millones durante el año pasado.
Los indicadores educativos repiten el patrón de los de salud. El mismo suplemento de ECData apunta a que el 27,6% de locales educativos de las siete regiones están en riesgo de demolición y no deberían seguir operando. Solo un tercio de los colegios en la zona cuenta con acceso a Internet y menos del 40% con agua potable.
Las cifras pueden ser escandalosas, pero el verdadero problema es que ni siquiera son sorprendentes. El país se ha acostumbrado a vivir con ellas, como si el abandono de los servicios públicos para un área enorme del Perú fuese una condición imperturbable o un designio providencial, como si la pobreza debiera ser el paisaje común del sur. Estas condiciones, insistimos, no justifican las acciones violentas que han emprendido grupos radicales en contra de la población vulnerable, de los locales públicos y de las fuerzas del orden, pero cualquier análisis serio sobre la situación debe tomar en cuenta este contexto.
La clave para empezar a cerrar brechas en serio –se ha resaltado ya en varias ocasiones– está en mejorar la organización del propio Estado. En este plan el impulso a una descentralización más efectiva –no una de papel o para la tribuna– es un componente elemental. A propósito de la crisis que se vive hoy, ese es el debate que deberá ocupar la mayor parte de la discusión pública cuando la turbulencia política amaine. De hecho, una vez que se plantea la problemática en estos términos es difícil concebir otra prioridad.