"Este camino es uno de trabajo conjunto con las empresas y no contra ellas. Algo que se debería beneficiar de la experiencia de los países que ya están en la segunda derivada de estas políticas". (Ilustración: Rolando Pinillos)
"Este camino es uno de trabajo conjunto con las empresas y no contra ellas. Algo que se debería beneficiar de la experiencia de los países que ya están en la segunda derivada de estas políticas". (Ilustración: Rolando Pinillos)
Franco Giuffra

Es una pena que el gobierno haya enfrentado el problema de la alimentación saludable con un reglamento tan malo. Decidió seguirle la cuerda a la Ley 30021 del régimen humalista, cuando pudo empezar todo de nuevo con mejor pie. En el trayecto, se ha optado por un modelo de regulación que va a ocasionar costos enormes, sin brindar mayor beneficio.

Sería maravilloso que la introducción de un estándar único de advertencias en el etiquetado de los alimentos procesados y la restricción de su publicidad tuvieran un impacto en los niveles de morbilidad de la población.

No lo tienen o, en todo caso, no de manera concluyente. La obesidad, por citar una de las condiciones que se espera revertir, no se ha reducido en los países que nos han precedido en esta práctica. A pesar de las etiquetas con advertencias o los semáforos nutricionales. El Reino Unido fue uno de los pioneros en estas regulaciones y, aun así, tiene la tasa más alta de crecimiento de obesidad de Europa occidental.

Lo que sí existe es un océano de información científica acerca de la intrincada relación entre el control de los alimentos procesados y la salud pública. Estudios que demuestran alguna relación positiva y otros que describen un efecto contrario o nulo.

Hay evidencias de reducción de consumo de un producto dulce, por ejemplo, pero el incremento de un sustituto similar o más azucarado. En otros estudios, se documentan poblaciones que no entienden las advertencias o las entienden en el sentido equivocado.

El primer resultado de Google si uno pone “Do food warnings work?” (“¿Funcionan las advertencias en los alimentos?”) es un artículo de profesores de Harvard que dicen que no. La razón: se usan indiscriminadamente, es decir, tanto en alimentos que se consumen poco como en aquellos que se consumen mucho. Como resultado, la gente no les hace caso.

No faltan los reportes sobre advertencias en los alimentos procesados que redirigen el consumo hacia alimentos más “naturales”, pero mal conservados, como es el caso de la comida callejera. Se cambian las galletas envasadas por unos churros de ambulante en mala condición.

¿Por qué la gente come lo que come? ¿Se puede realmente inducir un cambio de hábitos en una persona, en un grupo, en un país? ¿La grasa que no consumimos en una margarina la olvidamos para siempre o la compensamos más tarde con un chicharrón?

Se trata de cuestiones muy complejas que merecerían una aproximación científica, y un enfoque de prueba y error particular para el Perú. Sin dejar de lado la comida que se consume en la calle.

Este camino es uno de trabajo conjunto con las empresas y no contra ellas. Algo que se debería beneficiar de la experiencia de los países que ya están en la segunda derivada de estas políticas. Es fácil citar las iniciativas que han implementado recientemente Chile o Ecuador, pero nadie conoce todavía qué impacto logren tener allá.

En México llevan dos años con el etiquetado frontal de guías de alimentación. Las propias organizaciones de consumidores (como la Alianza Pro Salud) dicen que ha fracasado. Solo el 12% de los mexicanos tiene idea de cuántas calorías debe consumir.

Acá nos hemos ido por la salida chambona y chapucera. Sin mayor estudio o data local. Ganó el prejuicio antiempresarial y la presión politiquera. ¿Para qué necesitamos evidencias si ya sabemos lo que queremos? O sea, a la peruana, pues.