Los comicios subnacionales del domingo 2, en los que aproximadamente 18,6 millones de personas votaron, le han dado un brevísimo respiro al régimen de Pedro Castillo. Y si bien, como dice Carlos Basombrío, puede considerársele el “principal derrotado” (El Comercio, 5/10/2022), también puede abrírsele una oportunidad para un acercamiento prebendario a las nuevas autoridades subnacionales que asuman funciones en enero del 2023. Para decirlo con una jerga actual, hay muchos ‘niños’ potenciales.
A modo de balance, es relevante no perder de vista el resultado de años de antipolítica, con picos en el último lustro. Dos aspectos vitales de ello son la excesiva burocratización y judicialización de la actividad partidaria, y el desprestigio –autogenerado y endilgado– de la acción política.
Sobre lo primero, se vieron situaciones que dejan al electorado inmerso en la confusión (como el triunfo de candidatos excluidos en la víspera). Otras, de haberse producido, hubieran significado la consumación de lo absurdo, como las eventuales victorias de opciones que solo llevaban uno o pocos regidores, sin candidatos a la alcaldía.
En cuanto a lo segundo, se ha prolongado la participación de personajes cuestionables en muchas circunscripciones, algo generado por las propias agrupaciones políticas que miran bolsones e ignoran prontuarios. Los electores ponen de lo suyo al preferir la obra, a pesar de que potencialmente se robe.
Además, un gran sector de opinantes confunde la discrepancia con el desprestigio. Para mis amigos, todo; para el discrepante, el oprobio y la mirada interesada. De hecho, muchas de las miradas sobre derrotas y victorias tienen este sesgo que imposibilita ver con claridad la realidad a la que el país se enfrenta: una generalizada precariedad y fragmentación.
Hay, además, una doble desconexión entre política nacional y subnacional: una geográfica y otra de ejercicio del poder. La política nacional –tanto del Ejecutivo, como del Legislativo– parece muy lejana de la cotidianeidad subnacional. No debe extrañar, por ello, que oficialismo y oposición tengan tan poca presencia en las principales plazas electorales. De hecho, solo considerando la capital, las tres principales opciones en contienda (Renovación Popular, Podemos Perú y Somos Perú) congregan solo a 20 de los 130 escaños del Parlamento.
La elección del domingo ha confirmado también el peso de los personalismos en la política peruana contemporánea. Correlato de ello es la gran cantidad de fichajes que tuvieron los partidos nacionales en todos los ámbitos geográficos. Victorias de líderes con bolsón propio (como las de Francis Allison con APP en el municipio de Magdalena o Luis Otsuka con Avanza País en la gobernación de la región Madre de Dios) deben leerse como el triunfo de proyectos personales y no como la consolidación o el crecimiento de las opciones políticas que los cobijaron. Las derrotas de varios de los promisorios fichajes, en consecuencia, son también individuales, aunque manifiestan apuestas partidarias fallidas.
Los resultados del domingo (o lo que vendrá en la segunda vuelta en las nueve regiones con desenlaces pendientes) son, finalmente, un anticipo de lo que podría verse en breve, en caso se precipite un final que lleve a nuevos comicios. La ventaja que podrían tener actores que ya están en escena (como Antauro Humala o Martín Vizcarra) podría traducirse también en un dechado de flancos que sus respectivas sombras proyectan. Es que, como bien dice el refrán, no por mucho madrugar se amanece más temprano.
La jornada del domingo 2, pues, describe la persistencia de una realidad política que podría graficarse con un archipiélago: un desperdigado y amorfo conjunto de intereses, actores, agendas, plataformas, aspiraciones y redes. Un conglomerado que, a estas alturas, resulta archiconocido.