La frase “se acata pero no se cumple” ha servido para identificar un rasgo distintivo de la cultura española, heredado por América Latina y convertido en explicación de desgobierno. Francis Fukuyama la menciona, por ejemplo, en su nueva obra sobre los orígenes del orden político, y el concepto es citado repetidamente por analistas que buscan las causas culturales del atraso.
Hace una semana, en una columna especialmente oportuna por los acontecimientos recientes, Roxanne Cheesman sugirió la continua vigencia de ese concepto en el Perú, citando como ejemplos los incumplimientos de las autoridades, como los que se vienen observando en la devolución del Fonavi y otras deudas del Estado, con las que el Estado mina su propia autoridad y alienta el desaire de cualquier norma inconveniente. Pero las causas de ese mal van más allá del gobierno actual. Revisar la historia de una cultura de doble discurso y de incumplimiento de normas nos puede ayudar a entender la desobediencia prevalente, que hoy designamos como informalidad. Y quizá también “la hora peruana”.
La explicación más repetida del obedecer y no cumplir relaciona ese comportamiento con la Colonia, cuando las distancias y largos meses de viaje dificultaban la capacidad del rey para emitir edictos basados en un adecuado conocimiento de las circunstancias locales, así como de fiscalizar su cumplimiento. Según Cheesman, la frase “Dios está en el cielo, el rey está lejos y aquí mando yo” data de la Conquista. Sin embargo, la práctica del obedecer y no cumplir existía en España antes del viaje de Colón, siendo incluso citada expresamente por Enrique II en 1369 y por Enrique IV en 1462. Sin duda, en esos siglos operaban las mismas lógicas que luego sustentaron la práctica durante la Colonia, es decir, la dificultad de legislar con conocimiento de causa cuando se trataba de realidades muy distantes y desconocidas, y además, el tira y afloja permanente que existe siempre entre las distintas instancias del poder.
Pero la parte más interesante de la frase no es el “no se cumple”, sino la aparente intención hipócrita del sí “se acata, (o se obedece)”, palabras que se entienden recordando el contexto medieval de un sistema de autoridad intensamente personal. Con cada edicto, el rey se jugaba no solo un acto específico sino su autoridad en general, y de allí la necesidad de afirmar que el no cumplimiento no significaba desconocer esa autoridad. En el mundo, la modernización ha significado reemplazar una autoridad basada en lealtades personales por una autoridad impersonal basada en reglas generales. No es lo mismo hacer caso omiso a una orden de Carlos V que a la notificación de multa enviada por una computadora; con la máquina no es necesaria una reafirmación de la lealtad, fuera sincera o hipócrita. Sin embargo, es posible que la larga duración y las extremas distancias de la Colonia intensificaran el no cumplimiento y, en consecuencia, la hipocresía, y que, pese a la democracia y del acortamiento de distancias, ese patrón cultural sigue implantado en nuestra personalidad social actual.
Habría una causa adicional para explicar la persistencia de una cultura de incumplimiento: las distancias sociales. Si bien la geografía ha sido en gran parte vencida por los caminos y las telecomunicaciones, las grandes distancias sociales entre peruanos que dificultan la buena legislación siguen existiendo, y, por lo tanto, el cumplimiento. Hay entonces una nueva hipocresía, la del legislador perfeccionista que se despreocupa por el realismo de sus leyes para gran parte de la población porque sabe que de hecho será tolerado un alto grado de incumplimiento. Ciertamente, la viejita sentada en la vereda vendiendo plátanos no será encarcelada por falta de licencia, pero la hipocresía que caracteriza a gran parte de la normatividad termina siendo causa de atraso y de abuso.