“El baile de los que sobran” es una canción de hace treinta años, que se convirtió en el himno de unas protestas para las que nadie ha sabido dar hasta el momento una buena explicación. Un himno anacrónico. La tentación de culpar al modelo económico es grande; para muchos, irresistible. Como es imposible negar que Chile es el país que más ha prosperado en los últimos cuarenta años, alcanzando el nivel de ingresos más alto de toda América Latina, se ensaya otro tipo de cuestionamiento: que hay una desigualdad “muy grande” o una desigualdad “cada vez mayor”.
Se cita como evidencia el coeficiente de Gini. Según las últimas estimaciones del Banco Mundial, Chile (con un coeficiente de 0,48) es mucho más desigual que Uruguay (0,40) y Argentina (0,42); un poco más que el Perú (0,44) y Bolivia (0,45); casi tanto como Venezuela (0,47) y Costa Rica (0,49); pero mucho menos que Brasil (0,54).
El coeficiente de Gini es una manera de medir cuánto se desvía la distribución del ingreso de lo que sería una distribución igualitaria. Pero eso no nos da una idea muy concreta de las diferencias entre ricos y pobres. Fijémonos en la proporción entre los ingresos que reciben el 10% más rico y el 10% más pobre: en Uruguay, 14 veces; en Argentina, 17; en el Perú, 20; en Chile, 22; en Costa Rica, 25; en Bolivia, 29; en Brasil, 42; en Venezuela, 68 (sí, leyó bien, 68).
Vayamos ahora al mercado laboral. En Chile es particularmente relevante porque un porcentaje mayor del ingreso nacional se va a pagar remuneraciones (y un porcentaje menor a rentas del capital) que en países como Bolivia o Venezuela. En su Informe sobre el Desarrollo Mundial del 2013, el Banco Mundial publica un indicador de la desigualdad salarial denominado “ratio 90/10”, una comparación, por decirlo de alguna manera, de las remuneraciones del peor pagado entre los trabajadores mejor pagados (el percentil 90) con las del mejor pagado entre los trabajadores peor pagados (el percentil 10). Las diferencias salariales son menores en Chile y Argentina (con un ratio de 5,5 cada uno) que en Uruguay (5,8), Brasil (6,0), el Perú (6,1) y Bolivia (7,5). En Chile, pero también en otros países, estaba bajando. No hay “mucha desigualdad” en Chile ni se está haciendo “cada vez mayor”.
Esa cosa llamada educación: El profesor Claudio Sapelli, de la Universidad Católica, sostiene en su libro “Chile: ¿más equitativo?” que la desigualdad se ha ido reduciendo de generación en generación y paralelamente se han ido acortando las distancias en materia de educación. Antes los más pudientes terminaban el colegio y la universidad, un total de 17 años de escolaridad, mientras que, en el otro extremo, algunos ni siquiera iban al nido. Entre los chilenos nacidos a partir de 1970, en cambio, el que menos tiene 8 años de escolaridad. Más de la mitad tiene secundaria completa.
Hasta hace tres o cuatro generaciones, el nivel de educación de los padres era determinante del nivel que alcanzaban los hijos, como lo es todavía en el Perú. Ahora influye, pero no tanto –no más que en Suecia–, salvo en el caso de la educación superior. Pero esto tiene algo que ver con una peculiaridad del sistema universitario chileno que no es propiamente de libre mercado, sino más bien lo contrario: un examen de ingreso centralizado, que tiende a favorecer a los alumnos de los mejores colegios.