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Andrés Calderón

“El fujimorismo sigue obstruyendo la justicia. Impiden, a toda costa, que esta alcance a Pedro Chávarry, prueba fehaciente de que los hermanitos y #CuellosBlancos tienen su brazo en el parlamento” (Tania Pariona). “Los únicos brazos qué hay en el son los brazos del TERRORISMO y son dos Nuevo Perú y el Frente Amplio” [sic] ().

Dos congresistas se insultaron por Twitter. No importa cuándo lean esto, estimados lectores.

Quizá la novedad del último cruce verbal entre nuestros “refinados” parlamentarios es que uno (Richard Arce, de Nuevo Perú) ha anunciado que van a denunciar penalmente al otro (Héctor Becerril). Pero la verdad es que las denuncias por (calumnia, injuria, difamación) también forman parte de nuestro menú político diario.

El tuit del congresista Becerril difícilmente es calumnioso. Vamos, ya sabemos que Becerril no es muy cuidadoso con las palabras (o las tildes) ni con las formas educadas de discutir (¡vaya novedad!), pero ¿realmente creen que está imputando a alguien de Nuevo Perú la comisión del delito de terrorismo? En el fondo, es una crítica grosera y poco sustentada, pero opinión al fin y al cabo. No creo que Becerril deba ir al calabozo por ese tuit, ni Pariona por escribir que el fujimorismo es el brazo de una organización criminal en el Parlamento.

En realidad, no creo que nadie deba ir a la cárcel por proferir expresiones que atentan contra el honor o la reputación. Respeto a quienes deciden usar la vía legal como medio de defensa frente a mentiras e insultos, pero no creo que un año en Castro Castro sea un correctivo proporcional.

Algunos creen que quienes proponemos la despenalización de las expresiones contra el honor defendemos una libertad irrestricta para decir lo que sea. Se equivocan. Defiendo la libertad de expresión, aunque reconozco que muchas veces se abusa de ella. Pero no todos los problemas tienen solución legal. Y no todas las soluciones legales tienen que ser penales.

En algunos casos bastará la sanción y reproche social. En especial, tratándose de periodistas y comunicadores, cuyos errores o falsedades repercuten en su principal activo: su prestigio profesional. En otros casos, sí será necesaria una respuesta legal, como una rectificación o una indemnización que compense el daño a la reputación de un individuo. Pero es demasiado riesgoso que para proteger el honor de una persona lleguemos al extremo de mandar a alguien a prisión, aplicando una norma penal cuyos contornos prohibitivos son tan nebulosos como suelen ser las interpretaciones que nos permiten el lenguaje y el antojo.

Dios nos libre de defender algún día nuestras palabras ante un togado como César Hinostroza u otro ilustre magistrado nombrado por el ‘Doctor Rock’. De sustentar una columna de opinión, un discurso o un tuit ante los jueces que en su oportunidad condenaron –injustamente a mi parecer– a Pedro Salinas, Rafo León o Aldo Mariátegui –cuyo hobby de ofender en columnas no lo hace más merecedor de las mazmorras–.

Hoy, después de mucho tiempo, el Congreso tiene entre sus manos un proyecto de ley que propone la despenalización de los delitos contra el honor, presentado por la Bancada Liberal. Mañana, recibiremos en la Universidad del Pacífico a una delegación de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la OEA para discutir este tema, y la Clínica Jurídica de la Facultad de Derecho de la UP presentará el informe sobre el asunto en el que alumnos y profesor hemos trabajado durante los últimos meses.

Después de mucho tiempo, el Congreso tiene en sus manos el poder para cortar los brazos estatales que amarran y amenazan la libertad de expresión de sus ciudadanos.