Ian Vásquez

Los estadounidenses votan hoy para elegir a su presidente. Las encuestas recientes le dan una ventaja a Joe Biden difícil de superar, pero el 2020 todavía nos podría estar guardando sorpresas. En todo caso, es un momento oportuno para evaluar las políticas públicas de Donald Trump durante sus cuatro años en el poder.

Trump se jacta de haber producido la mejor economía de la historia nacional, a través de sus políticas fiscales y regulatorias. Su reducción de impuestos fue positiva, especialmente la del impuesto corporativo, que dejó de estar entre los más altos del mundo desarrollado. Pero nunca se preocupó por controlar el gasto público. El analista Matt Welch observa que, durante los ocho años de la presidencia de Barack Obama, el aumento anual del gasto llegó a los US$900.000 millones, mientras que Trump logró esto durante un solo término presidencial y antes de que irrumpiera la crisis del COVID-19.

De esa manera, el déficit fiscal y la deuda nacional aumentaron más con Trump que durante los últimos años de Obama, cuando la economía volvió a crecer. Las políticas de Trump probablemente aceleraron el crecimiento económico que heredó, pero no generaron la mejor economía en la historia, y fue a costa de un gasto irresponsable que, tarde o temprano, pagarán los contribuyentes estadounidenses. Érase una vez, en la no muy lejana historia, que los republicanos denunciaban tales tipos de políticas como no deseables y no sostenibles. Bajo el liderazgo de Trump, ya no.

Trump ha logrado quitar varias regulaciones pesadas y desacelerar la imposición de regulaciones sobre la economía. Pero, a su vez, está imponiendo un sinnúmero de otras regulaciones respecto de monopolios, tecnología, agricultura, farmacéuticos, banca y finanzas, etc., que, según el Competitive Enterprise Institute, amenazan con desquitar el impacto positivo de las desregulaciones.

Quizás las peores políticas de Trump son la comercial y la migratoria. Ambas muestran su nacionalismo y desprecio por lo ajeno. Trump es el primer presidente estadounidense abiertamente proteccionista desde la Segunda Guerra Mundial. Ha desatado una guerra comercial con China, incapacitado a la Organización Mundial del Comercio, impuesto aranceles altos contra países aliados y socios comerciales importantes, retirado al país de negociaciones comerciales, renegociado tratados comerciales para hacerlos menos libres, y reducido notablemente la inmigración legal a través de políticas crueles.

El costo ha sido alto. No solo ha incrementado el precio de bienes y la incertidumbre respecto de las reglas comerciales de EE.UU. y el mundo, sino que también ha incrementado el gasto público. Según el analista Scott Lincicome, por ejemplo, el gobierno federal está gastando US$20.000 millones al año en subsidios a los agricultores que han sido impactados negativamente por la guerra comercial de Trump. Predice Lincicome que este subsidio temporal se volverá permanente.

En el lado positivo, Trump atacó varias vacas sagradas de la política exterior de su país. Cuestionó la utilidad y el costo excesivo para EE.UU. de ciertas viejas alianzas (¿por qué pagar cada vez más por la OTAN, si los otros países miembros, ricos en su mayoría, estaban reduciendo sus propios gastos de defensa? ¿Por qué EE.UU. está involucrado en guerras interminables?). Y a pesar de que no fue del todo coherente –hay más tropas estadounidenses en Europa y Medio Oriente hoy que cuando llegó al poder, por ejemplo–, cambió el debate en Washington y se ha vuelto más común cuestionar el intervencionismo global al que EE.UU. se había acostumbrado.

Trump también ha nombrado muchos jueces en cortes federales, pero, en términos de porcentaje de tales puestos, no mucho más que otros presidentes. Ha tenido la suerte de nombrar a tres jueces de la Corte Suprema. Ojalá que esto compense en algo sus pobres políticas, pues esperamos que estos jueces estén dispuestos a limitar el poder de líderes como el actual o el de futuros presidentes

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