Se dice que por cada noticia buena se publican cuatro malas. Quizá sean más o menos, según el país y el momento. Lo cierto es que, luego de la segunda vuelta electoral y a lo largo de casi dos meses, la mayoría de medios de comunicación les ofreció una cobertura extraordinariamente amplia a quienes acusaban las elecciones de fraudulentas. Carátulas, informes, reportajes y entrevistas llenaron el debate público. Por allí desfilaron quienes esgrimieron las supuestas razones y evidencias de fraude: políticos, constitucionalistas, comunicadores y hasta criptoanalistas, pero muy pocos especialistas de la extensión y la especialidad del derecho electoral, que es más que recitar su ley orgánica.
Lo que se vivió en la segunda vuelta de las elecciones del 2021 importa para explicar lo que ocurrió. El grado de polarización tenía a dos candidatos que representaban a los extremos del espectro político. Pedro Castillo ganó unas elecciones realizadas con los mismos estándares que las que se han llevado a cabo desde el 2001. Ni más ni menos. Pero Keiko Fujimori no aceptó una tercera frustración consecutiva y construyó una narrativa que unía un supuesto fraude con el advenimiento del “comunismo”. Bajo este paraguas, se alinearon creyentes, fanáticos, desinformados y temerosos que sacaron comunicados, realizaron marchas y mítines, y coparon los medios de comunicación con mentiras, medias verdades y noticias falsas.
Ha pasado casi medio año y no se presentó ninguna prueba contundente que corroborara un fraude. El proceso electoral peruano está enmarcado en un conjunto de leyes y normas garantistas que nunca nadie cuestionó. Los partidos, en las distintas etapas del proceso electoral, tienen garantizados los derechos de apelación, impugnación y el de poder solicitar la nulidad de mesas y circunscripciones. En ningún caso, a ningún partido o candidato se le recortó ese derecho. A través de algunos medios se argumentaba acerca de un padrón en el que “votaban los muertos”, mesas ocupadas por personas a las que no les correspondía, actas fraguadas, entre otros presuntos actos, todo orquestado para que no gane Fujimori y la democracia sea derrotada por el comunismo representado por Castillo y Perú Libre con la presunta ayuda del jefe de la ONPE y el presidente del JNE, lo que ameritó una vil campaña en su contra.
Uno a uno estos cuestionamientos fueron levantados y todos los procedimientos fueron respetados. Ninguna de las resoluciones de los 60 Jurados Electorales Especiales –con representantes del Poder Judicial y la fiscalía– estuvo a favor de los demandantes. Ningún organismo de observación internacional, observación nacional o gobierno extranjero cuestionó los comicios. Es más, la semana pasada, siete fiscalías han archivado el caso y serán seguidas por otras en los próximos días.
Una cosa es la realización de elecciones limpias; otra el resultado electoral que es producto de la voluntad popular. Por lo tanto, el hecho de que haya ganado Pedro Castillo y que este encabece un gobierno nefasto, no implica que sea consecuencia de elecciones fraudulentas. Esto es algo que los promotores del fraude no pueden ni quieren separar.
En definitiva, podemos estar en desacuerdo con el producto del resultado, pero en democracia, las reglas se respetan, porque, si no, el fin (tirarse abajo al Gobierno) justifica los medios (golpe de Estado). Y lo lamentable es que, pese a que hay pruebas contundentes de que no hubo fraude, los promotores de esta campaña –como los antivacunas y los terraplanistas– son enemigos de las evidencias, por lo que seguirán abrazando solo sus creencias.
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