En enero del 2011 el Gobierno Peruano detectó una brecha de infraestructura digital. Un decreto de urgencia declaró de necesidad nacional y ejecución prioritaria el tendido de una red dorsal nacional de fibra óptica –una espina, habría sido más apropiado decir– para masificar el uso de la banda ancha. A fines del 2013 se otorgó la concesión a un consorcio privado. A mediados del 2016 la red estaba lista: más de 13.000 kilómetros de fibra óptica, conectando 22 capitales de departamento y 180 capitales de provincia. Solo faltaba un último esfuerzo para coronar la gesta con éxito, y el entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski lo exigió solemnemente en su discurso de clausura de CADE: “Ahora hay que conseguir los clientes”.
En sus épocas de banquero podría haber dicho, más bien, “build it and they will come” (constrúyela y vendrán), que es como suelen referirse sarcásticamente sus excolegas a los proyectos que no tienen una demanda asegurada. La red dorsal nunca consiguió suficientes clientes. Un estudio del Banco Mundial señalaba, a principios del año pasado, que solo se utilizaba el 10% de la capacidad de la red, porcentaje que, según ha reportado este Diario, estaría disminuyendo. Se acaba de firmar una adenda al contrato de concesión para darlo por terminado. El concesionario entregará las instalaciones al Gobierno y luego se retirará.
¿Cómo pudo financiarse la construcción de la red si la demanda no estaba asegurada? Pues porque el Gobierno garantizaba un pago trimestral de US$7 millones para retribuir la inversión. Si los ingresos del concesionario no alcanzaban para cubrirlo, además de sus gastos de operación y mantenimiento, el Gobierno ponía la diferencia.
Lo que el Gobierno garantizaba, en realidad, era el tráfico en la red porque la tarifa estaba regulada por el propio contrato de concesión. Esa rigidez sería la causa próxima del descalabro, pues aparecieron competidores que cobraban la mitad y hasta menos. Pero la causa más remota o más profunda, sospechamos, es que no había mercado para una red nacional. Todos los competidores son operadores locales. Sus redes locales, menos costosas, presumiblemente, les permiten ofrecer tarifas más bajas.
Más allá de que el Gobierno se quede con las instalaciones de la red dorsal, la triste noticia para el país es que se han invertido US$330 millones en un proyecto que nadie o casi nadie utiliza. Eso no es otra cosa que un desperdicio de recursos.
Saquemos un par de lecciones, como quien predica en el desierto, aunque sea. Primero, no es tan difícil encontrar una “brecha de infraestructura” si uno realmente se lo propone. Siempre habrá indicadores en los que nos comparemos desfavorablemente con otros países. Pero eso no significa que la gente sienta una carencia ni que esté dispuesta a pagar lo que costaría remediarla; ni, mucho menos, que deban usarse recursos públicos para remediarla.
Segundo, el mercado muchas veces es más eficaz que el Gobierno en detectar y remediar las carencias. No se puede simplemente asumir que si el Gobierno no promueve un proyecto nadie lo ejecutará. Quizás nadie lo ejecute porque el proyecto no es bueno. ¿Para qué promoverlo, entonces? O quizás los inversionistas estén esperando el momento oportuno para ejecutarlo. Gastar antes de tiempo es también malgastar.