La reciente marcha del Movadef (el brazo político del grupo terrorista Sendero Luminoso) ha generado las más predecibles reacciones de nuestra sociedad. Congresistas proponiendo leyes para “endurecer las penas” e impedir que el Movadef vuelva a salir a las calles. Ministros repudiando la marcha, pero explicando que no apresaron a los manifestantes por culpa de una ley “muy ambigua”. Opinantes responsabilizando a todo el mundo.
MOVADEF marcha x calles reivindicando terroristas.Eso es APOLOGÍA La vez anterior nuestro procurador hizo denuncia a MP Ojalá nos hagan caso— Carlos Basombrio (@CarlosBasombrio) May 2, 2017
Todos se preocupan por “mejorar” la ley para impedir una nueva marcha. Dejando de lado ese pequeño obstáculo que en otras arenas apasiona (‘leyes con nombre propio’), este asunto refleja la pobreza de nuestro razonamiento al momento de adoptar políticas públicas. No pensamos en las causas del problema ni las alternativas para enfrentarlo. Queremos regular la anécdota. Queremos cárcel.
Nos indignamos porque no hay suficientes sentenciados por delito de apología (como si tener más presos fuera un objetivo) y creemos que la respuesta es “aclarar” la norma, en lugar de preguntarnos si criminalizar la apología es realmente la mejor herramienta para combatir cualquier intento de resurgimiento terrorista.
Venga el parche de rigor (aquí, si no pones parches, te conviertes en ‘pro-esto’ o ‘anti-aquello’): Repugno al Movadef y su reivindicación terrorista jugando al filo de la ley. Pero también muchas personas siguen reivindicando el golpe de Velasco, la matanza de El Frontón, los asesinatos de Barrios Altos y La Cantuta y, quién sabe, tal vez los de Madre Mía. El del Movadef es un discurso de odio máximo, al punto que menosprecia la vida misma. Pero no es el único con el que convivimos. Está el odio al diferente, al gay, al transexual, y hace unos días el Congreso decidió que ese odio no debería ser penado.
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Que no se me malinterprete. No estoy equiparando al Movadef ni proponiendo un trato equivalente al de quienes justifican otros delitos. Estoy evidenciando su raíz. Su discurso es de odio y de reivindicación. Lo que nos lleva a formularnos dos preguntas iniciales: ¿Cómo combatimos al odio en general? Y luego, ¿cómo combatimos al odio terrorista en particular?
Quien reivindica públicamente cualquier delito (o al autor de un delito) puede ser sentenciado a cuatro años de prisión según nuestro Código Penal. Si la apología es de terrorismo puede llegar hasta 15 años. Quien hoy día cree que la ley manda a la cárcel al que levanta una pancarta con el rostro de Abimael Guzmán, por coherencia, también debería augurar un destino similar a quien lo hace con la cara de Alberto Fujimori.
El concepto de “democracia militante” fue introducido por Karl Loewenstein hacia fines de la década de 1930, abogando por la represión de la prédica nazi, y es con base en esta idea que descansan las leyes contra el negacionismo del Holocausto y otros discursos de odio en Europa. No pasa lo mismo en Estados Unidos, donde prima la libertad de expresión, y se confía en el debate público y en la fuerza del discurso verdadero y aleccionador como remedio frente al odio.
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No creo que haya una solución sencilla, pero sigo pensando que la norteamericana es preferible. No solo porque confío en la libertad de expresión, sino porque temo que la represión pueda convertir a los villanos en mártires. Más aun con el paso del tiempo, lo cual hace a los terroristas incluso más peligrosos a ojos de niños, adolescentes y jóvenes adultos que no vivieron el terrorismo y solo observarán, preocupados, cómo apresan a unos manifestantes. Además, porque creo que la represión del discurso, así sea de odio, no elimina el odio ni sus peligros, solo los hace menos visibles.
Tengamos la discusión de una buena vez. Aprendamos, con la experiencia de 25 años, que barrer los problemas debajo de la alfombra no los desaparece.