Es fascinante la forma en la que reaccionamos a las opiniones que nos provocan. Las que nos complacen y las que nos irritan.
Ódiame y atácame. O quiéreme y ámame. No me ignores. En el 2019, sería encorazóname y compárteme. O enfuréceme y ‘troléame’. No me dejes en visto.
No es que Camilo Sesto haya profetizado las redes sociales. O, en verdad sí. Estas preexisten a las abrazadas por fibra óptica y Wifi. Los seres humanos deseamos atención. Odio quiero más que indiferencia. Porque el rencor hiere menos que el olvido. La sabiduría de Julio Jaramillo que un apreciado colega me recordó la semana transcurrida por el auricular.
Curioso aparatito ese que descansa sobre una cajita con botones al final de un cable rizado y que en los últimos días redescubrí luego de apagar Facebook y Twitter de mi celular. “Te escribí al Facebook pero no me contestaste. Me gustó tu columna del lunes”. “Oye, ya no escribes en El Comercio, ¿no? Hace tiempo que no dices nada en Twitter”. ¡Qué maravillosa experiencia!
Pero no vine a escribir de mi abstinencia digital, sino de mis diálogos offline. Esos que ahora se economizan, pero que esporádicamente te permiten una interacción ¡en tiempo real! Vi al primer interlocutor en persona. Al segundo lo escuché por teléfono. Ambos laboran en la cúspide de instituciones públicas. Ambos preocupados. El primero saludaba mi crítica a la exposición mediática de los fiscales Lava Jato y me guapeaba a ir más allá. “¡Están fuera de control!”. “Les hemos dado demasiado poder”. “En cualquier momento nos meten presos a ti o a mí por opinar contra ellos”. No es la primera vez que escucho algo así. Tampoco será la última.
La otra, más serena, me interpelaba qué hacemos. “Todo es pelea. O estás en un bando o estás en el otro”. Y cavilaba sobre lo que venía y, sobre todo, lo que quedaba. “La gente ve facciones en cualquier lugar. En los periódicos. En la fiscalía. En el Tribunal Constitucional. En la Suprema”.
Estaba en lo cierto. ¿Cómo puedo discutir con alguien si esa persona me percibe como un enemigo? O, peor aún, como un aliado. Un compañero en armas. El objetivo claro: aniquilar al otro. Sin tomar prisioneros.
Cuando el convencimiento se convierte en el trofeo de guerra del “diálogo”, el aprendizaje queda de lado. Ganar o perder. Nada más cuenta. ¿Para qué escuchar?
Veo con tristeza cómo pierdo algunos amigos en contienda. Porque se van a la trinchera con botas y pintura de camuflaje. Y entonces estás con ellos o contra ellos. Pero nunca en el medio. Y así observo mientras se extravían. Apapachados por quienes piensan como ellos. Abucheados por los distintos.
Y no es que dispense la tibieza del silente. Ni la comodidad del equidistante. Es muy distinto ser crítico a ser hincha. Hay mucho espacio entre tomar postura y tomar bando. Ahora que todos entonan “El baile de los que sobran” y “We are Sudamerican rockers”, recuerdo que mi canción prisionera preferida era “Nunca quedas mal con nadie”, sobre todo esa parte de “y solo eres una mierda buena onda”.
Critico sin fanatismo. Elogio sin tribuna. No me interesa ser buena onda. Solo no me pongas una camiseta. Yo le voy al Necaxa.