(Foto: GEC)
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Andrés Calderón

Conocí a Paola Ugaz hace menos de dos años. Fue a raíz de la querella que interpuso el arzobispo de Piura, José Antonio Eguren, contra ella y Pedro Salinas.

Luego de estudiar el caso de Ugaz, decidimos en la Clínica de Libertades Informativas de la Universidad del Pacífico elaborar un informe jurídico (Amicus Curiae) en el que sustentábamos por qué los tuits que ella había publicado no calificaban como delito de difamación. 140 caracteres con afirmaciones sustentadas o críticas ácidas no deberían culminar con alguien en la cárcel. Tampoco justificaban el tormentoso trance de audiencias, declaraciones y viajes, ni la incertidumbre de perder la libertad.

Investigar tampoco debería venir con una factura de insultos, amenazas ni acoso. Todo lo contrario. Probablemente nunca lleguemos a compensar el valor social de las investigaciones de Ugaz y Salinas. ¿Cuál es el precio que pagaríamos por develar y detener los abusos sexuales, físicos y psicológicos que se perpetraban en el Sodalicio de Vida Cristiana? ¿Cuántas personas salieron a denunciar similares violaciones motivadas por el aplomo demostrado por los testimonios de las víctimas? ¿Cuántos niños se han salvado gracias a estos destapes periodísticos?

La sociedad peruana, sin embargo, no reembolsa, sino que “da vuelto”. Ugaz es objeto de una nueva querella, esta vez, interpuesta por un sujeto cuya mención ni siquiera amerita el esfuerzo de apretar dos teclas para iniciar su nombre con mayúscula. Irónicamente, Ugaz está en el banquillo de los acusados por haber dicho que en el portal electrónico “la abeja” (insisto en evitar la fatiga) la han difamado y la han llamado “fea, bruta y tonta”. Para ser justos, esas palabras exactas no provienen de ese sitio web, sino de los zumbidos de muchos de sus seguidores. En realidad, en esa página le han tildado de cosas peores, de corrupta y lavadora de activos para abajo, sin mayor fundamento que el de la aparente ojeriza.

¿Cuántas afrentas debe aguantar una persona antes de decir ‘basta’? Ugaz no ha insultado, no les ha dicho ‘feos’, ‘corruptos’ ni ‘lavadores’. Apenas, les respondió: ‘difamadores’, una apreciación justificada por el sentido común y que, como cualquier otra interpretación del lenguaje, no debería estar sujeta al escrutinio judicial ni a represión alguna.

Los Estados tienen el deber de protección a los periodistas. Pero en el Perú, el aparato estatal no solo los descuida, sino que les suministra armas legales a los enemigos de la libertad de expresión.

Desde hace meses, la Presidencia del Consejo de Ministros, el Ministerio de Justicia y la Defensoría del Pueblo tienen entre sus manos un anteproyecto de ley para descriminalizar los delitos contra el honor, junto con una exhaustiva e interdisciplinaria exposición de motivos, elaborada por la Clínica de Libertades Informativas, el Consejo de la Prensa Peruana y el Instituto Peruano de Economía. Ningún avance han mostrado hasta la fecha.

Ese anteproyecto no solo elimina las penas de prisión, sino que reconduce las demandas a la vía civil, y establece candados para que los jueces no inicien procesos sin fundamento, como hizo precisamente el juez Chira que abrió instrucción contra Paola Ugaz, sin ningún razonamiento jurídico más que la perezosa repetición de las palabras del querellante.

La Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la OEA y la organización Reporteros Sin Fronteras han advertido que la principal amenaza para la libertad de los medios de comunicación en el Perú proviene del Código Penal, ante la indolente pasividad de nuestras autoridades.

Si esto no cambia, ningún periodista está libre de estas venenosas picaduras.

PD: Hago una breve pausa en esta columna semanal, y retorno en un mes.

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