A pesar de que la cifra de respaldo a un adelanto de comicios se mantiene alta (79%, según el IEP en diciembre del 2023), parece poco probable que estos vayan a tener lugar antes de abril del 2026, la fecha establecida por mandato constitucional. Su potencial lejanía, sin embargo, no impide que se vayan bosquejando algunos trazos de lo que podríamos ver en un par de años, o incluso antes.
Para empezar, la oferta electoral aún no tiene rostro. Según el mismo sondeo del IEP, tres de cada cuatro encuestados (75,1%) no sabe por qué candidato optar (47,5%) u opta por “ninguno” (27,6%) cuando se le lee una lista de alternativas. Esto no parece muy distinto a comicios previos, pero sí abre la duda sobre el trance a enfrentar en la eventualidad de que el régimen experimente un colapso anticipado.
Entre quienes optan por alguna persona, las cifras más altas corresponden a personajes con altísimas resistencias, como Pedro Castillo (4,3%), Keiko Fujimori (4,1%) y Martín Vizcarra (3%), lo que –en la eventualidad de que progresen hacia un balotaje– anticiparía un desenlace muy polarizado. Estos candidatos, dicho sea de paso, asistirían a los comicios con sus respectivas listas parlamentarias, que deberían aspirar a tener alguna novedad si quieren resultar relativamente exitosas.
Otra característica es que una eventual candidatura oficialista sería inexistente o muy débil. Inexistente si la presidenta Dina Boluarte deja el cargo: quien la suceda, tendría que mantener una neutralidad que aleje cualquier sospecha de favoritismo. Aunque persiste la crítica a alguna de las gestiones que pasaron por un trance similar (Valentín Paniagua en el 2000 y Francisco Sagasti en el 2021), lo cierto es que nunca hubo evidencia de alguna irregularidad al respecto.
Si Boluarte, en cambio, se mantiene en el cargo hasta el 2026, lo más probable es que repita el magro poder de endose que han tenido sus predecesores en este milenio (Alan García, Alejandro Toledo, Ollanta Humala y –en alguna medida– Pedro Pablo Kuczynski en las elecciones complementarias del 2020).
Las reglas electorales, por otro lado, siguen siendo las mismas e incluso han sufrido algún retroceso, lo que hace poco probable que los resultados sean muy distintos. El único cambio significativo sería la eventual aprobación de la bicameralidad, que debería confirmarse a partir de marzo.
Otro aspecto que va consolidándose es el severo pasivo social, manifestado en una situación patente de inseguridad y en una alta percepción de corrupción. El estudio del IEP, por ejemplo, cree que la situación en ambos frentes se ha deteriorado respecto de hace un año, cuando Boluarte inició su mandato: el 81% cree que la seguridad ha empeorado y el 68% que la corrupción ha aumentado.
Sobre el segundo punto, vale la pena recordar cómo era la situación durante las últimas horas del gobierno de Pedro Castillo: con declaraciones (de Salatiel Marrufo) que iban comprometiendo más y más a la administración vigente o el hecho de que quien fuera ministro de Transportes y Comunicaciones, Juan Silva, estaba prófugo desde junio del 2022.
Finalmente, la economía –a pesar de mantener cierta solidez a nivel macro y de presentar cifras de inflación que son la envidia de la región– no logra retomar los bríos que tuvo en lustros pasados. La actual gestión gubernamental no ha pasado de lo retórico en cuanto a promoción de le inversión privada se refiere y esto priva al país de un entorno atractivo.
Con este panorama, lo más probable es que en el 2026 el Perú vea la irrupción de alternativas novedosas de distinto tinte en la contienda electoral. No será la primera vez que el país enfrente tal desafío. De hecho, tanto la contienda electoral de 1990 como la del 2021 son antecedentes muy cercanos: valdría la pena revisitarlos para evitar incómodas sorpresas.