En cuestión de unos años, el valor compartido se ha convertido en un ideal del mundo de los negocios, una característica por la que aspiran a ser reconocidas las grandes empresas. Su partida de nacimiento es un artículo publicado en el 2011 en la “Harvard Business Review” por el archiconocido profesor Michael Porter y un coautor, Mark Kramer. El objetivo de Porter y Kramer era reconciliar al capitalismo con el avance social, en un momento en el que mucha gente sentía (y quizás siente todavía) que las empresas prosperan a expensas de la comunidad.
El concepto de valor compartido debía trascender al de responsabilidad social empresarial. Paradójicamente, este último estaba llevando a responsabilizar a las empresas por todas las carencias de la sociedad. La responsabilidad social, además, era una actividad periférica y, por lo tanto, limitada en su impacto. El valor compartido, en cambio, se instala en el corazón de las actividades de la empresa. La idea es crear valor económico para la empresa de una manera tal que se cree simultáneamente valor para la sociedad, afrontando sus retos y necesidades. Esto contrasta con una visión estrecha del capitalismo para la cual las utilidades de la empresa son evidencia suficiente de su contribución a la sociedad.
Tomemos eso como una confesión de parte. Sabemos que Adam Smith pensaba diferente y tenía buenas razones para hacerlo. Aquel famoso pasaje según el cual no es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero que debemos esperar la satisfacción de nuestras necesidades, sino de su preocupación por su propio interés, que lo motiva a ofrecernos no lo que le provoca vendernos, sino lo que nosotros queremos comprar, revela que son justamente las necesidades de la comunidad las que guían la producción en una economía de mercado.
Una empresa que atiende las necesidades del consumidor no solamente genera valor para sí misma, sino también para el consumidor. La empresa obtiene utilidades porque vende a un precio mayor que el costo de producción. Pero el consumidor también obtiene una suerte de utilidad, que los economistas llaman “excedente del consumidor”, pues compra el producto si y solo si las satisfacciones que le da valen para él tanto o más que el precio pagado. Lo mismo ocurre, mutatis mutandis, con los proveedores. En toda transacción voluntaria hay valor compartido. El valor compartido es intrínseco a la economía de mercado.
Lo que hay de novedoso en el concepto de valor compartido es la idea de que el valor debe compartirse no solamente con las contrapartes contractuales de la empresa, sino con la comunidad; que la empresa debe incorporar a su estrategia de negocios la solución de problemas sociales que, de alguna manera, rozan su actividad principal, tales como el cuidado de la salud y la educación de la población en los lugares donde opera. La teoría (o, más bien, la esperanza) dice que esas acciones redundarán en beneficio de la empresa. Si no hay tal beneficio, el valor que la empresa comparte con la comunidad equivale a un impuesto voluntario. Un gesto noble, sin duda, pero lo realmente importante es cuidar que la empresa dedique sus recursos a lo que mejor sabe hacer. La especialización es una de las principales causas del crecimiento de la productividad de la empresa privada. Hay que tener cuidado de no perderla.
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