Enrique Planas

No se habla de frente a un peruano, menos cuando la suegra de este peruano tiene un restaurante. Por ello, suelo asumir el ego de un argentino hablando de fútbol cuando recuerdo los platos de Don Teodosio, el nombre de su huarique en Los Olivos. En este momento en que me pongo a escribir, imágenes de platos se cruzan frente a mis narices en una trepidante escena de sobreimpresiones, colocando cebiches sobre tiraditos, cau caus bajo tacu tacus, lomos saltados emergiendo tras el arroz chaufa hasta alcanzar el fundido al negro. Debo contenerme para no caer en ese vértigo y preferir lo esencial que, curiosamente, no es un plato del menú, sino un noble aditivo que define la identidad culinaria de mi suegra e integra la sabiduría de sus aderezos junto al ajo y la cebolla: el .

Se ha escrito mil veces: al ser un país megadiverso, el es el único centro de origen y domesticación de más de 350 variedades de ajíes, producto del género de los Capsicum, como los llaman los botánicos, junto con los pimientos y las guindillas. Toma tiempo, pero tras muchos almuerzos familiares en casa de mis suegros uno aprende a distinguir el ají panca del mirasol, el ají limo del cerezo, el pipí de mono del charapita. El ají y el rocoto son exaltadores de las virtudes de platos crudos y cocidos; algunos son cultivados en chacras o pequeños huertos de la costa, otros se recogen de húmedos jardines andinos o de la abundancia amazónica. En sus ardientes venas, todos poseen milenarios usos y forman parte de nuestros rituales cotidianos: no solo reponen energía, animan la conversación y sacan chispas a la lengua y al ingenio, sino que nos muestran incluso nuestros límites de tolerancia. No se trata de un sabor tiránico como su hermano mexicano, esos chiles que secuestran, embotan e irritan el paladar. El ají es más bien un bálsamo caliente y estimulante que alegra a la lengua y, si nos provoca llorar, lo hacemos de felicidad. Su piel se arruga como la humana, lo sufrimos al consumirlo con sus pepas o, si preferimos, reducimos su picor al vaciarlo de su pulpa. Su versatilidad nos permite hincarle el diente tras la cosecha, secándolo al sol o procesándolo en aceite. Personalmente, me sobrecogen los frascos de vidrio desde donde la salsa de ají de mi suegra me observa.

Por cierto, en tiempos urgentes, cuando vemos manifestaciones y enfrentamientos con la policía, recordamos otro uso, menos noble, de la química del ají: la capsaicina, compuesto orgánico producido por sus semillas que se utiliza como insumo en la fórmula del gas lacrimógeno. Es una lástima que este elogio termine con sabor amargo, en estos días en que están frescos la desgracia y sufrimiento, es verdad lo que decía el poeta Antonio Cisneros: en este país todo es cosa de maravilla y de rencor.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Enrique Planas es escritor y periodista