Siempre tuve la idea de que subirse a un auto en la gigantesca Ciudad de México era resignarse a avanzar por un puré denso. Que los caracoles cruzaban la pista trepando sobre tu capota mientras los bocinazos no dejaban de asediar. Pues otro mito se me ha derrumbado: tras mi primera incursión allá debo decir que mi querida Lima la supera en esa horrible competencia.
No es que los viajes en Ciudad de México sean cortos; es que, a pesar de las distancias, son más fluidos. Una primera y obvia explicación está en que la capital mexicana ha desarrollado mucho antes que la peruana un sistema que privilegia el transporte público: más líneas interconectadas de metro, más rutas de buses con carriles segregados y taxis con taxímetro que no hacen perder tiempo con el regateo. Esto, además de un uso más extendido de la bicicleta como transporte particular.
Sin embargo, allá encontré una razón que es tan gravitante como toda esa infraestructura.
En los días que me movilicé por Ciudad de México utilicé exclusivamente autos particulares. A mi alrededor transitaba un parque automotor mucho mayor que el de Lima: casi cuatro veces más grande y casi el doble que el de todo el Perú. Una relación aritmética entre ambas poblaciones y sus vehículos da como resultado que en Lima hay muchos menos vehículos per cápita.
¿Cómo así, entonces, un conductor limeño pasa más horas estresándose que un conductor mexicano? ¿Cómo es posible que Lima esté en el tercer lugar de las ciudades que más tiempo hacen perder a sus pasajeros mientras que México, siendo el doble de habitada, esté más abajo en el ránking?
La clave está en la noción del otro.
Las estadísticas indican que la sociedad mexicana puede ser más violenta que la peruana pero, cuando se trata del tráfico, la noción que vence es la de ceder el paso: una cortesía individual que, a la larga, termina ahorrándole tiempo a todos. Cuando prima la idea del “primero usted y después yo” el tráfico se convierte en una trenza de dos hebras que fluye lenta, pero sin nudos. De hecho, no recuerdo haber sido testigo en CDMX de esos coágulos que se forman en Lima cuando algún conductor apuradito termina obstruyendo una intersección.
Mi novia, que viajaba conmigo, soltó de pronto la palabra clave: la desconfianza.
El Perú ha crecido como economía, pero aún no se ha desarrollado como sociedad solidaria. Nuestro país tiene un núcleo pundonoroso de millones de luchadores que han sobrevivido a las peores crisis, pero con el sordo murmullo en los oídos de que solo deben confiar en su esfuerzo y, a lo sumo, en sus familias. Del Estado no esperes nada. De otro peruano, tampoco. Tú mismo eres. Que no te atrasen, causa. Y tanto tenemos ese “que no te atrasen” metido en nuestros sesos, que ahí vemos los resultados: en el conductor que le mete el carro a los peatones, en ese otro que te cierra el paso de carril en carril, en aquel que por avanzar dos metros en la intersección termina haciéndole perder tiempo a los cientos que le rodean.
Mejor ceder el paso, causa.