Pssst pssst, caballero, sí, usted. El que está parado en el Metropolitano con ganas de llegar temprano a su casa. Sí, usted, joven, el de audífonos, el que viaja con los ojos cerrados, tratando de ignorar su entorno. Pssst, psssst, a usted también me refiero, señor, usted que está preocupadísimo pensando que este mes tampoco podrá cancelar la cuenta de la tarjeta de crédito. Y a usted muchachito, que siempre toma esa línea para ir a la academia que lo prepara para ingresar a la universidad. Sí, señores, ustedes jovencitos, muchachos y no tan muchachos, ¿no están hartos? ¿En serio? ¿Acaso no se cansan de que, a pesar de que son incapaces de faltarle el respeto a la mujer, forman parte de un grupo humano que hace noticia por las barbaridades que ciertos depravados les hacen a las mujeres?
Si nos guiáramos solo por las páginas de policiales, tendríamos que pensar que en el Perú nueve de cada diez hombres golpean a su mujer, la insultan, la matan, manosean niñas en el transporte público, se masturban sobre adolescentes distraídas o le largan groserías a cualquier chica que se les cruce en el camino. Todos los días nos enteramos de casos de anónimos o famosillos, que tratan a la novia como una idiota, que no quieren reconocer a sus hijos, que no le pasan pensión a su mujer. Sin embargo, y más allá de que vivamos en una sociedad aún marcada por el machismo, me consta, y supongo que les consta a muchas mujeres más, que por cada idiota desconsiderado o mañoso hay decenas, cientos y miles de hombres decentes. Hay padres de familia, hermanos, hijos que no solo se indignan con pensar que alguna de las mujeres de su familia podría pasar por una agresión similar, sino que están asqueados de saberse parte de un género donde algunos se comportan como animales, guiados por sus instintos.
Vivo rodeada de miles de hombres así, de buenos hombres, que cada vez que ocurre un episodio como el de Magaly Solier, que se encontró con un idiota que se masturbaba detrás de ella en el Metropolitano, se enfurecen. Se sienten avergonzados. No saben cómo reparar con su buen trato la salvajada que alguien, a quien no deberíamos llamar “hombre”, es capaz de hacer con absoluta impunidad. Hombres sensibles, buenos padres, buenos hijos y buenos maridos a los que no hay que explicarles la necesidad de una ley como la del feminicidio, que saben que el acoso callejero existe, que entendieron que sus hijas merecían las mismas oportunidades que sus hijos y por eso las mandaron a la universidad.
La pregunta que les hago a todos esos hombres valiosos que me están leyendo, a todos esos que han criado hijas que saben reclamar ante agresiones, a todos los que por más guapa que les parezca una mujer anteponen la palabra ‘respeto’ a la palabra ‘ganas’, ¿por qué nos dejan pelear solas? ¿Por qué se muerden los labios de cólera cuando ven a un jefe fastidiar a una secretaria? ¿Por qué no se atreven a meterle un empujón al idiota que se masturba en el micro contra el cuerpo de una escolar? ¿A qué le temen?
Sí, usted, caballero que quiere llegar temprano a su casa, usted el joven de los audífonos, sí, usted muchachito que se está yendo a la pre: involúcrese, métale una cuadrada al mañoso que tiene al frente. Ayude a esa chica aterrada. Demuéstrele al mundo que los hombres de verdad son muchos más. Vamos, no se quede mirando, demuéstrenos a las mujeres que no estamos solas.