Las cuentas corruptas, por Carlos Meléndez
Las cuentas corruptas, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

En los últimos meses, escándalos de corrupción han brotado en las arenas políticas latinoamericanas. En Chile, el caso Penta delató un mecanismo extendido de financiamiento ilegal a políticos y sus entornos a través de modalidades que, además, constituían un fraude al fisco chileno. En Brasil, una investigación policial sobre lavado de dinero (operación Lava Jato) ha destapado el caso de corrupción más trascendente de su historia (¡otro más!); dadas la magnitud de las violaciones y el involucramiento de políticos de alto rango y todo el espectro en el delito de cohecho (recibían ‘propinas’ de Petrobras). En Guatemala, el recientemente sustituido presidente Otto Pérez Molina fue encarcelado por su involucramiento en una mafia de defraudación aduanera.

Los casos reseñados de corrupción de élites políticas son indistintos a factores que regularmente explican la incidencia del fenómeno. Los revuelos han estremecido a países con altos, medianos y bajos niveles de victimización por corrupción (Guatemala, Brasil y Chile correspondientemente). Según el Proyecto de Opinión Pública de Latinoamérica 2014, en dichos países el 20%, 13% y 5% de individuos encuestados –respectivamente– indican haber sido víctimas de corrupción de funcionarios públicos, al menos una vez en los últimos doce meses. Del mismo modo, sistemas de partidos institucionalizados (Chile), sistemas de partidos en proceso de institucionalización (Brasil) o sencillamente sin partidos (Guatemala) son igual de permisibles a la corrupción de cuello blanco. El desempeño económico tampoco discrimina. Ni la institucionalidad política ni económica parecen antídotos al usufructo ilícito del poder político.

Estos escándalos afectaron las aprobaciones presidenciales: a Bachelet se le terminó el ‘efecto teflón’ tras los negociados de su hijo, el apoyo a Dilma cayó a un dígito, Pérez renunció con un 12% de respaldo. Asimismo, han puesto en duda la continuidad presidencial. En los pasillos políticos y periodísticos de Santiago se rumoreó una posible –e inverosímil para los estándares chilenos– renuncia presidencial, desmentida por la propia presidenta. En las calles de Sao Paulo cientos de miles exigen ‘impeachment’ (juicio presidencial) para destituir a Dilma. Guatemala protagonizó una inédita ‘primavera’ (¿centroamericana?) con una protesta sostenida que solo cesó con la dimisión y encarcelamiento de Pérez, movilización sorprendente en un país sin partidos conectados con la sociedad, siquiera en plena campaña electoral.

¿Cómo la clase política lidia con escándalos de corrupción que acorralan los círculos presidenciales? Bachelet logró una tregua con una clásica “huida hacia adelante”: la convocatoria a un proceso constituyente y la promesa de una suerte de “shock institucional” (para luego conceder que no todas las reformas verían la luz bajo su mandato). Dilma busca comprometer al Legislativo en la recomposición de un presupuesto público realista para el 2016, para recuperar la confianza de, al menos, los petistas. Pérez renunció ante la presión social que no pudo manejar debido a depender exclusivamente de su agrupación política personalista, a pesar que en la acera de la oposición los actores carecen de fuerza propia. Es evidente que la profesionalización de los políticos involucrados no inmuniza contra la corrupción, pero parece que al menos permite resistir en el poder hasta con posibilidad de éxito (Dilma). Aunque a la larga, el descrédito pueda corroer los sistemas en su conjunto.