Hoy no voy a defender el derecho de las mujeres a decidir si quieren tener un hijo o no. No voy a argumentar que una madre cuya vida peligra tiene derecho a interrumpir un embarazo. Tampoco voy a insistir en que a una mujer violada, ultrajada, golpeada nadie la puede obligar a revivir cada día ese trauma mientras le crece la panza. No. Hoy día no voy a desgastarme en esa tarea inútil de tratar de razonar con aquellos a los que el aborto les parece un capricho de mujeres egoístas, cuando en realidad, la mayoría de las veces, es una decisión complejísima y dolorosa que las mujeres cargan y asumen solas. Mejor intentemos analizar qué es lo que defienden aquellos que han organizado para este 22 de marzo una marcha por la vida en nuestra ciudad. Tratemos de comprender cuáles son las motivaciones de quienes cuentan con el apoyo de numerosas empresas y del propio Estado.
A ver, quienes la convocan buscan defender al niño no nacido y para eso pretenden que cualquier iniciativa legislativa que despenalice el aborto por violación o reglamente el aborto terapéutico sea rechazada. Se trata de colectivos, vinculados en su mayoría a la Iglesia Católica, que no admiten ninguna reflexión sobre los intereses o problemas de la mujer embarazada. Para ellos, el niño que está por nacer es más importante que cualquier problema, angustia, proyecto o interés de la mujer que tendrá que llevarlo en el vientre por nueve meses, y que tendrá que cuidarlo el resto de su vida. La postura es extrema, es radical; pero eso no la invalida. Si determinada religión o determinado sistema de valores hace que estas personas nunca piensen en la madre, pues están en su derecho, y por supuesto que si desean pueden convocar a una marcha y plantear su posición públicamente.
Lo que resulta inadmisible es que el Estado Peruano, que está formado por personas de distintas religiones, culturas e ideologías, adopte la misma posición intransigente con respecto al derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo, su salud y su futuro. Resulta inverosímil que veamos pasar distintos gobiernos y distintos ministros de Salud sin que se apruebe un protocolo para el aborto terapéutico, que es legal en nuestro país. Resulta indignante que se subvencionen movimientos que llaman asesinas a mujeres que salen embarazadas producto de una violación. Resulta casi medieval que, en lugar de promover debates interdisciplinarios, constructivos que podrían ayudar a entender la complejidad de un problema que afrontan las mujeres (hasta ahora no he conocido a un hombre que haya asumido el aborto de su pareja como propio), se pliegue a la posición de una religión que desprecia a las mujeres y las considera seres inferiores.
¿Exagero? No lo creo. Dado el comportamiento del Estado en las últimas décadas, está claro que incluso quienes nos alejamos de la Iglesia Católica porque sentimos que nos discriminaba tenemos que soportar que esa institución que cree que el sexo es pecado y que la mayor virtud de una mujer es conservar su virginidad (de la de los hombres ni se habla), que considera que una mujer no puede ser guía espiritual de nadie (cuando haya papisas y sacerdotisas, hablamos), que insiste en relegar a la mujer a tareas domésticas (¿no, cardenal?), pues que esa institución, esa misma institución siga rigiendo nuestras vidas.