Como analista de la sociedad, tengo la impresión de que con el cambio de gobierno ha habido en la población un sentimiento parecido al del Año Nuevo. Un sentimiento de que acaba una época y que todo comienza y florece de nuevo. Y como en Año Nuevo, corresponde realizar los rituales de esperanza, de nuevos objetivos y de perdón.
Por el lado de la esperanza, en el fin de año generalmente comemos 12 uvas y tomamos champán para pedir tener suerte en las cosas que no podemos controlar, como que el verano sea más soleado, que el invierno sea menos frío y que haya buenas lluvias para las cosechas en el campo. Esa misma esperanza tenemos hoy la mayoría de peruanos que contamos con que el gobierno actúe en la dirección correcta, que aumente la seguridad, que disminuya la corrupción y que crezca la economía, como lo ha prometido en su campaña y lo ha reconfirmado en su mensaje de 28 de julio el nuevo presidente. 12 uvas por eso.
También, en Año Nuevo es costumbre plantearse objetivos personales de mejora. Decimos voy a bajar de peso, dedicar más tiempo a los hijos, leer dos libros y meterme a estudiar francés, jurando que esta vez sí lo haremos.
En el mismo sentido, debiéramos también plantearnos objetivos de comportamiento ciudadano. Desde ahora planteémonos obedecer los semáforos, exigir factura a los proveedores, no dar coimas, apoyar a la policía, dar una mejor contribución a la Teletón y cualquier otro cambio que consideremos importante. Eso ayudará a que la sociedad mejore, sabiendo que si le dejamos la entera responsabilidad al nuevo gobierno las probabilidades de que todo lo prometido se logre son menores.
Y generalmente acostumbramos empezar el año sin rencores y con apertura de espíritu. Es el momento de perdonar al amigo que se portó mal, de entender al vecino que fastidió tanto con su música y de apoyar al hijo que no cumplió su promesa de traer una libreta sin rojos.
Es con esa mente más abierta que quizás en este momento de cambio de poder convenga recordar el miedo que sentimos hace cinco años cuando asumía Ollanta Humala y temíamos que no respetara su hoja de ruta sino que insistiera en su “chavista” gran transformación. Y quizás reconozcamos que, en esa parte, cumplió su palabra, lo que permitió que el país creciera poco, pero no detuviera su crecimiento.
Y pensemos también cómo hubiera sido el gobierno si, en vez de su esposa, la mayor influencia sobre el presidente hubiera venido de otro miembro importante de su entorno familiar. No se trata por cierto de perdonar delitos, pero sí diferenciarlos de los errores y reconocer lo positivo que se hizo.
Y hecho todo eso, deseémonos, como en el 1 de enero, un feliz gobierno nuevo.