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La
Patricia del Río

Leer hasta que te sorprende la luz de la madrugada. Leer en medio de la turbulencia de un avión. Leer en el consultorio del dentista, en la luz roja, en un Starbucks con audífonos esperando que nadie te reconozca para no tener que entablar una conversación.

Leer en físico mientras hueles cada una de las hojas del objeto maravilloso que tienes entre manos, leer en la tablet hasta que se acabe la batería, leer en el celular… Leer en cualquier formato que te permita seguir con esa historia o ese ensayo que no te deja pensar en nada más.

Los tiempos más tristes de mi vida, esos en los que la realidad me ha abrumado, el cansancio me ha destruido, en los que la banalidad, la desolación, la falta de sentido me han asfixiado, han sido los que más he leído. Solo la lectura me ha sacado de hoyos profundos: leí obsesivamente mientras salía de una enfermedad peligrosa, leí sin parar hasta conjurar la muerte de un ser querido, leí hasta quedarme con los ojos secos todas las veces que experimenté embarazos fallidos. La tristeza inconmensurable por la pérdida de algo importante solo ha sido parcialmente disipada en mi vida con cerros de lecturas que se han apiñado junto con el dolor, al lado de mi cama esperando su turno.

Y con cada libro siempre ha ocurrido algo mágico, algo terapéutico: las garras y heridas de ese dolor lacerante han empezado a cicatrizar como si las palabras fueran sangre de grado, merthiolate, cicatricure.

No siempre fue así: mis recuerdos de lectora precoz se remontan a mi temprana infancia. Escondida en el cuarto de mis primos que me habían invitado a jugar, aprovechaba para leer toda su colección de chistes (hoy les llaman cómics), mientras afuera jugaban a la chapada, a las escondidas, a la pega inmóvil. A los 7 años nada me hubiera arranchado de las páginas de “La pequeña Lulú”, “Periquita”, “Archie”, y de una cosa huachafísima que se llamaba “Susy secretos del corazón”. A los 11 no había Atari que compitiera con Dickens. A los 13 ya me habían capturado los autores del ‘boom’, y Poe no era negociable.

La lectura, como para muchos otros, ha sido fuente de entretenimiento, de disfrute. Pero, sobre todo, ha sido siempre una luz cuando la marea crece y las olas golpean los contornos de la tierra firme. Uno no lee solo para vivir aventuras e imaginar mundos: uno lee para escarbar en las palabras del otro, en la historia que alguien más nos cuenta, las raíces de nuestros propios miedos, las explicaciones de nuestra grandeza, el perdón a nuestras insignificancias.

La lectura hace muchas cosas, pero sobre todo nos cura de la ignorancia sobre nosotros mismos. No se pierdan esa experiencia. Miguel de Cervantes decía: “En algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia”. Vayan a buscarla. No paren hasta encontrarla.

PD: La Feria del libro va hasta el 4 de agosto, tal vez ahí tropezarán con eso que necesitan para seguir adelante.