Hace unos días, la talentosísima actriz Gisela Ponce de León declaró durante una entrevista que estaba cansada de que ahora a los actores y actrices no solo los evaluaban por sus capacidades, sino por la cantidad de seguidores que arrastran en redes sociales. Se quejaba, con razón, de que el talento debía competir con la improvisación, la fama fácil, la impúdica exposición a la que te obliga el tener una cuenta en Instagram o un millón de seguidores en Facebook.
Lo desconcertante de esta era del ‘selfie’ en la que uno comparte con completos desconocidos qué come, cuáles son las zapatillas que usa para el gimnasio o de qué se murió su canario, es que la exposición en redes sociales, para que sea efectiva, debe tratar, principalmente, de asuntos personales, frívolos, casi estúpidos. Si un actor cuelga un video del monólogo de Hamlet, es casi seguro que va a recibir menos vistas que si sube uno en el que está bailando con su perro, o en el que se tropieza en la tina.
Antes había que ser alguien para hacerse un autorretrato, ahora un ‘selfie’ puede convertirte en alguien si es que se viraliza y te suma millones de seguidores. La lógica más elemental del reconocimiento se ha invertido, y si bien no se trata de despotricar como viejos ‘premillenials’, sí es bueno preguntarnos, como lo hizo Ponce de León, en qué está afectando eso nuestras vidas. Hacia dónde nos conduce este nuevo paradigma en el que la trascendencia se ha entreverado con la frivolidad y somos incapaces de distinguirlas o separarlas.
Cuando el pintor Diego Velázquez terminó “Las meninas” a mediados del siglo XVII, le dio una lección a la humanidad de cuánto puede significar un autorretrato: en el famoso cuadro aparece él en primer plano, observándonos. Nosotros, los espectadores de la pintura, ocupamos el lugar en el que estaban los reyes que Velázquez estaba retratando. Para que no quede ninguna duda, el reflejo de los monarcas se ve borroso en un espejo que está a espaldas del pintor. Al lado de Velásquez, jugando con un perro y con sus acompañantes, las meninas, está la princesa Margarita de Austria.
Esta debe ser una de las pinturas más estudiadas y comentadas de la historia del arte. No pretendo hacerles la competencia a los que saben. Pero basta verla para descubrir que ese no es el retrato del rey Felipe IV, ni de su esposa, ni de la princesa Margarita, ni siquiera de las meninas que la acompañan. Se trata de un ‘selfie’ con sentido, de la necesidad de un artista de representarse a sí mismo trabajando, de la necesidad de dejar en claro que él, un trabajador más de la corte, es el que merece aparecer en la obra, y que fuera quedan los reyes, cuya presencia puede ser reemplazada por la de cualquier mortal, por la de quien se pare frente al óleo.
Toda una narrativa contenida en una representación de uno mismo. Pero esas eran otras épocas, hoy nos quedan los ‘selfies’. Y los ‘likes’. Feliz año, Gisela querida. Feliz año y felices ‘selfies’ a todos ustedes.