El general colombiano sube al escenario precedido de una reputación envidiable. Momentos antes, la pantalla de CADE había anunciado que Óscar Naranjo fue director de la transformada policía de su país hasta el 2012 y que un año antes fue distinguido como el mejor policía del mundo. En los siguientes minutos el general Naranjo no leerá un papel ni se apoyará en una pantalla. Como los antiguos cantantes de bolero, se apoyará solo en su voz cadenciosa para compartir las cosas en las que cree. Entre ellas yo subrayo la más importante: Naranjo es un policía humanista. En un momento específico hace hincapié en que la raíz del vocablo ‘policía’ proviene de la noción de ‘polis’ griega, esto es, el espacio en el que conviven los ciudadanos y que todo policía debería ser la encarnación del espíritu del orden que es necesario para vivir en armonía. Por ello –advierte Naranjo–, evaluar a la policía por número de incautaciones o de operaciones es una concepción errada: a la policía debería medírsele según el clima de convivencia que alcanza la población a su cargo. Un policía debería ser visto como un líder en su comunidad: un referente capaz de mediar en los conflictos mediante el diálogo y la conciliación y no prioritariamente a través de la fuerza.
Momentos después sube al escenario el general peruano. Se trata de Daniel Urresti, actual ministro del Interior, quien nació el mismo año que el general Naranjo. Sin embargo, allí terminan las coincidencias: sus estilos son el día y la noche. Urresti se planta como un toro ante mil ejecutivos que lo estudian con suspicacia y, algo a la defensiva, hace uso de un PowerPoint para explicar los hechos concretos de su gestión. Honestamente, no empieza mal. Sin embargo, conforme el auditorio va asintiendo ante lo que parecen ser buenas ideas –la contratación de gerentes públicos de Servir para una mejor gestión, por ejemplo–, el ministro Urresti va ganando confianza. O, mejor dicho, perdiendo pudor. Así, hace un comentario sobre lo poco que cuesta la cocaína en el Perú y luego señala a un asistente hipotético que –según él– ha empezado a salivar. Minutos después explica que los ketes de pasta básica matan las neuronas de los consumidores, y que él conoce personas con dos neuronas a las que les bastaría un kete para dejarlas completamente idiotas. En ambas ocasiones el auditorio celebra como en un café-teatro y, respaldado por este entusiasmo súbito, Urresti prolonga su exposición hasta mucho después de que ha terminado el tiempo oficial.
El humor es un gran lubricante de los mensajes. Sin embargo, hay algo inquietante en el humor de Urresti que debería encender nuestras suspicacias: se basa en la burla del otro, en el ninguneo del que no se puede defender, en el avasallamiento desde su posición. Urresti no tiene el encanto de quienes primero se burlan de sí mismos porque en él no hay asomo de humildad, esa humildad que debe tener un verdadero servidor público. ¿Alguien que se muestra agresivo ante un auditorio de gente poderosa no lo será mucho más ante sus subalternos en privado? ¿Será este el tipo de liderazgo que necesita un país que merece orden, pero también armonía?