Si usted va hacia el sur por la Carretera Panamericana, probablemente se sentirá cómodo con la facilidad que le brinda la autopista para llegar a su destino. Pero cuando llegue al kilómetro 104, se encontrará con que alguien detiene su velocidad sin causa aparente. Y tal vez pensará que ese es un buen símbolo de cómo a veces el estado, en lugar de ayudar, pone trabas para seguir avanzando.
Usted sale de su casa en Lima hacia el sur, entra contento a la Panamericana y verá que ella ha permitido que la ciudad crezca, que se generen nuevos barrios y que se den facilidades de acceso a zonas urbanas antes muy pobres como Villa El Salvador. Seguirá avanzando y, luego de pagar su peaje a la salida de Conchán, sorteando a los muchos automovilistas que van despacio pegados a su izquierda, se preguntará cómo habrán hecho para tener brevete sin conocer las mínimas reglas de tránsito. Pero pase, usted va contento, aunque quizá le preocupen los locos del volante que hacen eses para superar uno y otro auto, camión o bus, pero quizá entienda que son como niños que no tiene otro lugar para correr, pues es la única pista de, supuestamente, alta velocidad que existe en el Perú.
Sigue avanzando y ve que la carretera está haciendo renacer a pequeños balnearios de antaño, como San Bartolo, Punta Negra y Punta Hermosa. Ve que se están construyendo, cosa inusitada hace pocos años, casas y edificios para gente que vivirá allí todo el año, y que puede ir a trabajar a Lima cada día gracias a esa autopista. Al avanzar y al llegar a Pucusana, algunos recordarán que durante muchos años la autorruta se acababa allí, y comenzaba la doble vía que hacía el viaje doblemente difícil. Hoy verá que por esos lares ya hay instituciones planeando ciudades universitarias y campus que ayudarán al país a desarrollar la educación. Y avanzando un poco más quizá se detendrá un momento a comer un helado de lúcuma, higos o pan fresco en el pueblo de Chilca, que le venderán pobladores de la zona que hoy tienen un ingreso mayor debido a la cantidad de gente que pasa por sus tierras, en esa autopista.
Fruncirá el ceño al llegar al peaje siguiente, ese que le parece carísimo, pero aceptará pacientemente pues sabe toda la comodidad que ello implica. Y quizá piense que es un gran acierto de los gobiernos el haber generado esa asociación público-privada que permite que tengamos el beneficio de la autopista. Y luego llegará al kilómetro 96 y verá como esa autorruta ha permitido la aparición de un gran centro comercial y de un pueblo moderno de casas de playa, que además de dar comodidad a los más pudientes, ha generado trabajo a muchos pobladores de la zona.
Pero, al llegar al kilómetro 104 se sorprenderá al ver que, de manera incomprensible, la autopista ha sido cortada por una entidad pública que para controlar a buses y camiones, no hay ningún letrero que lo diga, lo hace salir de la ruta, casi detenerse, y perder no solo el ritmo de crucero sino la alegría. Esa alegría que tenía porque la autorruta le parecía un símbolo de lo bueno que es la inversión para el bienestar de todos, y que pierde por pequeños detalles como estos, que hacen bajar la velocidad obtenida. Y al seguir avanzando hasta Ica, pensará en que ojalá los gobiernos que elijamos se den cuenta que hay demasiados “kilómetros 104” en nuestro camino al desarrollo.