¿Por qué en el Perú los últimos gobiernos –Toledo, García II y Humala– no han sido capaces de llevar adelante reformas políticas institucionales complementarias de su crecimiento económico? ¿Por qué nos hemos congelado ante la cámara en movimiento y somos el más perfecto ‘mannequin challenge’ institucional?
Desde la aplicación de las reformas de ajuste en los años noventa, se ha incrementado paulatinamente la presencia de tecnócratas en los puestos de toma de decisiones gubernamentales. En gobiernos anteriores, al menos se pretendía un equilibrio en la dirección de sectores, procurando liderazgos “políticos” o “técnicos”. Con la llegada de PPK a Palacio, esta clasificación desaparece y la tecnocracia se expande apabullante. La fiereza es tal, que siquiera nos preguntamos por el partido oficialista. Aunque suene extraño al peruano promedio, los políticos partidarios han dejado de gobernarnos hace ya varios lustros. Llevamos administraciones consecutivas de dominio tecnocrático.
El problema radica en que el tecnócrata sin partido –al igual que su aparente opuesto, el populista– se funda en valores antipolíticos: desprecia la intermediación política y la legitimidad procedimental (como sostienen Christopher Bickerton y Carlo Accetti). Por un lado, el tecnócrata “independiente” cultiva hostilidad hacia la idea de mediación, tomándola como obstáculo (o “traba”) entre el diseño de su ‘policy’ y su implementación. Los partidos políticos son el más claro ejemplo de mediación “absurda”, “corrupta” e “ineficaz” (sic). Por otro lado, el tecnócrata sin partido construye su legitimidad basado en el conocimiento especializado; impone su arbitrariedad sobre el supuesto de su expertise. La fuente de su legitimidad se aleja de los principios y procedimientos democráticos, como la deliberación o los consensos “desde abajo”.
No hay nada más adverso para el renacimiento de la política partidaria (y su valor republicano) que la hegemonía tecnocrática en el poder. Desde tal cima, los miembros del ‘establishment’ tecnocrático –perdonen la redundancia– no perciben la centralidad de la intermediación y de la legitimidad políticas como esencia de cualquier reforma política institucional. No es que esta élite carezca de un chip político o ignore cómo emprender reformas para atacar la crisis de representación e intermediación. Es su propia naturaleza que la obliga a seguir usufructuando del statu quo antipartido. A la tecnocracia “independiente” en el poder le conviene el páramo partidario y la debilidad institucional, aunque ello vulnere el crecimiento económico que la obsesiona.
Al final, cae en su propia trampa. Cuando impulsa reformas sectoriales –normalmente por iniciativas individuales de algún tecnócrata con visión de largo plazo–, las mismas carecen del bagaje político que las torne viables. ¿Por qué la reforma de salud de Midori de Habich no prosperó? ¿Por qué la reforma universitaria de Jaime Saavedra está acechada? Porque sin mediadores (partido) ni procedimientos eficientes (de construcción de consensos), la tecnocracia se arrincona ante intereses (particulares y colectivos) y sinergias burocráticas –que una democracia partidaria es capaz de lidiar–. Para “destrabar” el país de su inmovilidad no se necesitan técnicos, sino políticos.