La clase política peruana transita un sendero de autodestrucción. Una vía en la que, debido a la ausencia de diálogo y acuerdos mínimos, nadie gana. Lo vemos a diario. El ministro de Defensa ningunea el sentido común de millones de peruanos al anunciar, suelto de huesos, que es víctima de “reglaje” y seguimiento. Es decir, alguien espía a uno de los funcionarios más importantes del Gobierno y este lo denuncia públicamente sin entender que, con ello, desnuda por completo la incapacidad del Estado para neutralizar y castigar a los responsables (si le ocurre a un ministro, ¿qué nos espera a los ciudadanos comunes y corrientes?).
Pero no es el único caso: el Ejecutivo ningunea al Congreso, anunciando una “reforma electoral” sin coordinación previa con la comisión multipartidaria que viene estudiando el tema por meses. Y el Parlamento ningunea el Acuerdo Nacional (y a las instituciones allí representadas) advirtiéndole al Gobierno que ni se le ocurra rendirle cuenta de la reconstrucción en ciernes. El problema es que este ninguneo entre autoridades es el camino más seguro para que el país no llegue a ninguna parte.
¿Exagero? Veamos: Luis Galarreta, vocero del fujimorismo, ningunea a Pedro Pablo Kuczynski cada vez que desconoce el triunfo electoral que lo instaló en la presidencia. PPK ningunea a la mitad del país (y a gran parte de los que votaron por él) al proponerle a Fuerza Popular “voltear la página” alentando una futura excarcelación de Alberto Fujimori. Y un sector del Frente Amplio ningunea a los valerosos comandos Chavín de Huántar, sobre quienes la ciudadanía cierra filas, apoyándolos.
No se crea que esto involucra solo a personajes de distintas tiendas políticas: Ursula Letona, importante cuadro naranja, ningunea a Kenji Fujimori (“En temas de liderazgo, todavía es un calichín”), aunque es justo reconocer que fue él quien empezó ninguneando a toda su bancada, abriendo su propio juego. No se trata de que el fujimorismo se mueva en tal o cual dirección, sino de que actúe –en su condición de principal fuerza política– con mayor coherencia.
Asimismo, alcaldes y gobernadores regionales ningunean a sus electores, a la luz de la escasa prevención y respuesta a la emergencia, así como a los numerosos casos de corrupción que los ahogan. La pregunta es si pese a esto y a la podredumbre de Lava Jato somos un país viable, o si seguiremos condenados a ser una república fallida que se asoma sin pena ni gloria a su bicentenario. Kuczynski y los principales líderes políticos deben retomar el diálogo y establecer a dónde va el Perú en medio de una situación económica incierta. No sobra tiempo.