Les contaré uno de mis cándidos sueños democráticos para el Año Nuevo:
¡Quiero oír a los lobbistas de los de abajo! Quiero que aparezca la Cecilia Blume de los pulpines, quien, en un cálido e-mail, le diga al ministro de Economía: “Ya, pues, Alonsito, esta ley es para la Confiep. No es para mis chicos”. Porque la Confiep tiene buenos lobbistas, y está bien que así sea. Ellos son la bisagra entre el sector público y el privado, ayudan a saltar etapas, agilizan trámites e inversiones, resuelven conflictos antes de que aparezcan. Por eso, cuando tienen que defender sus intereses, los empresarios no marchan ni hacen plantones; hacen lobby.
El crecimiento, si tuvo inclusión social, política y productiva, tendría que haber generado, en los segmentos de abajo, la sana costumbre de contratar lobbistas para que estén detrás de los funcionarios que toman decisiones de políticas públicas y proyectan leyes; para que ronden a los congresistas; para que conversen con los líderes de opinión; para que sean tan eficaces en sus propósitos, que nos ahorren algunas protestas.
¿Por qué esto no se ha generalizado? Será porque el mundo sigue igual de ancho y ajeno, y el crecimiento no tuvo su cacareado efecto inclusivo. Los gobiernos siguen en la lógica de diseñar políticas que, incluso aquellas que tienen buenas intenciones integradoras, no son consultadas con sus destinatarios. Miren el caso de la ‘ley pulpín’: hasta donde sabemos, cuando el proyecto llegó a la Comisión de Trabajo del Congreso, no fue consultada con gremios laborales ni organizaciones juveniles, pero sí con la Confiep. La tecnocracia es más proclive a oír demandas empresariales que sindicales, pues es amiga y cercana a los lobbistas de arriba.
Sin embargo, las desigualdades y desproporciones sociales no son la única y principal explicación de la escasez de lobbistas de abajo. Se podría entender que estos no tengan la misma tarifa, los mismos contactos y similares resultados que sus colegas de arriba, pero no es razonable que se prescinda de ellos.
La principal razón de su escasez es otra: que la intermediación de gremios y sectores populares con el poder está alterada por un afán de protesta sin diálogo. Hay una contracultura épica de marcha contra el sistema, de toma de espacios públicos, de barricada contra tanquetas, que choca con la muy sana, práctica y pacífica búsqueda de gestores de intereses.
Por otro lado, el espacio de la intermediación está poblado por organizaciones políticas y ONG que tienen agendas propias. No se puede pretender que un congresista de izquierda, por ejemplo, con sed de bases para su pequeño partido, asuma intereses que no son partidarios. Ni que una ONG con financiamiento internacional se dedique a hacer lobbies específicos.
Mi sueño de opinólogo se parece al bien esquivo de los politólogos contemporáneos: encontrar esos nuevos liderazgos que articulen diversos intereses populares y busquen conciliarlos con los de arriba, pero yo hablo de algo mucho más sencillo: que los pobres hagan chanchita para pagar lobbistas, abogados y voceros que, con su chamba, consigan tanto o más que lo que se logra haciendo jaleo y fastidiando a los transeúntes. ¡Feliz Año Nuevo!