GUSTAVO RODRÍGUEZ
Escritor y comunicador
-¡Chile es un país lindísimo!
Ocurrió hace pocos días, antes del fallo de La Haya. El brasileño se lo comentaba con entusiasmo al taxista mientras yo miraba por la ventana las calles de un pueblo al sudeste de Río.
–¡Las calles limpias, sin cables en los postes!
El brasileño también se había hospedado en mi hotel y, ahora que regresaba con sus maletas a la estación de buses del pueblo, se había ofrecido generosamente a llevarme sin dejarme pagar a medias.
–Todo lo hacen por Internet. ¡Todo! En cambio nosotros...
Era verdad: la razón por la que yo estaba en ese taxi rumbo al pueblo era porque no había podido comprar por Internet mi boleto de bus de retorno a Río.
Mientras escuchaba en silencio sus loas a Chile, estuve tentado de preguntarle si conocía ese gran país que se alza al norte de Chile. Pero me quedé callado.
Quizá haya sido la sucesión de casas a través del vidrio, apiñadas una junto a la otra, lo que me llevó a una fugaz reflexión. En este vecindario que colinda con el Pacífico, ambas casas se observan. Una casa admira lo ordenadita que se ve la otra, pero se burla de lo aburridas que son sus costumbres. La otra casa admira las riquezas de su vecina, todos esos objetos heredados de valor incalculable, pero ve, quizá con desdén, de qué manera los tiene empolvados sin sacarles todo el provecho. Una casa admira el carro nuevo de la otra. La otra observa el auto más viejito del vecino, pero sonríe ante el ‘sticker’ hilarante que tiene pegado atrás.
Una casa admira que, por las noches, las ventanas del vecino estén iluminadas, probablemente con los chicos de la casa estudiando para un examen. La otra se admira de que de las ventanas del vecino salgan notas al ritmo de un cajón. Una casa admira que de la otra provengan olores asépticos de centro comercial gringo. La otra admira los olores que le llegan a través de la pared, vapores de una sazón como no hay otra en el barrio. Una se burla del castellano chicloso que se habla en la otra, pero admira que con él se sepan poner de acuerdo. La otra, viceversa.
Alguna vez leí que ambos vecinos tienen economías complementarias. No estoy tan convencido de ello si es que esta noción se refiere solo al tipo de bienes que se producen a cada lado de sus límites. Pero si el argumento se estira hacia la complementariedad de nuestras culturas, es claro que nos enlazamos como dedos: a ambos lados de las fronteras hay más grandezas que bajezas aunque parezca lo contrario, pues lo negativo siempre es lo más fácil de promocionar.
Y también es claro que, de vencer la desconfianza azuzada por políticos y por medios de comunicación –y hasta por tipos como yo–, la energía constructiva haría a ambos vecinos más productivos.
Ningún sentimiento aflora al viento en pureza de estado. Así como las miradas de ambas casas se entrecruzan con admiración, en ellas también suele aparecer la perversa gemela de esta: la envidia.
Quizá yo haya empezado a vencerla un poquito esa mañana.
–Sí –confirmé–, es un lindo país.
Y el brasileño asintió, complacido, antes de cambiar de tema.