Renatto Luyo

A estas alturas, el precio de una vida lo dispone el desprecio de quien se atribuye tamaña osadía. El sicariato en el Perú constituye una problemática cada vez más arraigada en nuestra sociedad. No hay un solo día; no hay un solo día, ya a estas alturas, en que un asesinato por encargo no manche algún noticiero, alguna familia, algún barrio. La sangre, pues, se ha normalizado. La vida y la muerte, ya a estas alturas, desembocan en lo insignificante, en lo trivial y en lo prescindible.

Un reciente informe de la Policía Nacional del Perú explica que, en lo que va de este año, más de 360 personas han sido víctimas del sicariato en Lima, siendo San Juan de Lurigancho, Ate y San Juan de Miraflores los distritos más afectados. Además, se detalla que los préstamos “gota a gota” y los desencuentros entre bandas del crimen organizado son el principal detonante. Sin embargo, las extorsiones y el cobro de cupos también dinamitan la integridad de emprendedores, comerciantes, empresarios y ciudadanos en definitiva.

Y es que la desmoralización de la sociedad peruana se acentúa cada vez más. Por todos los frentes, ya a estas alturas, salta evidencia de que el país atraviesa una crisis moral silenciosa y delicada, pero –a su vez– corrosiva y profundamente perjudicial que continúa carcomiendo todos los rincones de la estructura social. La salida, por lo tanto, puede que trascienda incluso a aquellas medidas coercitivas que se aplican desde los organismos tradicionales y –en realidad– contemple discusiones sobre cómo una sociedad moralmente enferma está condenada a producir malos frutos.

También es cierto que, a estas alturas, enfrentar el sicariato solamente a través de las discusiones morales mientras uno vive con la incertidumbre de saberse tan frágil no sería del todo sensato. Sin embargo, tampoco sería prudente pretender depositar la solución absoluta a lo inmediato de una frontalidad policial o judicial. La situación amerita –verdaderamente– atacar tanto las causas como las consecuencias; tanto la superficie como la profundidad. Comprender su relevancia. Dimensionarla.

Porque, a estas alturas, el precio de una vida no tendría por qué disponerlo el desprecio de quien se atribuye tamaña osadía. ¿Cómo podría alguien si quiera atreverse? A estas alturas, porque son décadas de decadencia y degradación moral las que el país arrastra consigo, la figura del sicario la personifican dos hombres. Uno es quien, despojado de toda virtud, jala el gatillo y dispara. El otro es quien, desde las sombras, allí donde el mal es en sí mismo y de sí mismo se enseñorea, decide cuándo termina la vida, cuándo es que llega la muerte y cuál es el precio, tanto el de la vida como el de la muerte.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renatto Luyo es estudiante de Periodismo de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)

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