Mario Ghibellini

De primera intención, uno pensaría que con cualquier otro congresista en la presidencia del Legislativo la cosa habría sido más o menos igual. Si no tenía denuncias por “mochasueldo”, las habría tenido seguramente por enjuagues con Pedro Castillo o por algún episodio ignominioso de su vida doméstica. Pero no hay que ceder a esas tentaciones facilistas. En realidad, destaca en medio de la indecorosa hueste que compone la representación nacional y no conviene olvidar por qué: el nuevo titular del Parlamento ha tratado de engañarnos de manera grosera y sostenida. Por un lado, con el cuento de que el proceso por estafa que se le seguía en el Cusco estaba archivado cuando votó a favor de la ley que cambió los plazos de la suspensión de la prescripción de delitos. Y, por el otro, con la especie de que la contratación de Yeshira Peralta en su despacho no tuvo nada de irregular pues, si bien es hermana de la madre de un hijo suyo, su relación sentimental con esta última fue fugaz y sin que mediaran votos matrimoniales, por lo que no podría decirse que ha beneficiado a su cuñada. Dos paparruchas que no tardaron en ser desbaratadas por la prensa.

–'Otoronguismo’ compuesto–

Las pruebas que demostraban que el proceso por estafa seguía vigente el día en que se votó la mencionada ley (y que más bien había sido archivado posteriormente por efecto de esta) y que el idilio con la hermana de su dependiente tampoco había, por así decirlo, prescrito, aparecieron cuando él no había terminado de formular sus descargos mentirosos. Y, claro, lo dejaron en una peor posición que aquella en la que estaba antes de abrir el pico.

Su siguiente argumento de defensa, por otra parte, visitó un tópico que no por clásico resulta menos patético. “Es harto conocido que hay mucha gente [a la que] no le interesa que un provinciano sea presidente del Congreso”, gimió. Y no se sabe de club departamental alguno en el que su clamor haya hecho salir a los socios a la calle.

Donde Soto sí parece haber encontrado indulgencias, en cambio, es en el Parlamento mismo; y, particularmente, entre los otros integrantes de la Mesa Directiva que él preside. Excepción hecha de Hernando Guerra García –de retiro acaso en algún refugio campestre o playero–, sus vicepresidentes han reaccionado con incomodidad cuando se los ha interrogado sobre el asunto y se han debatido entre el capotazo y la patada al córner para resistir cualquier intento de obtener una condena de su parte al embustero de ocasión. Clasista y combativo, Waldemar Cerrón (Perú Libre) ha anotado, por ejemplo, que el comportamiento de Soto “de ninguna manera genera mala imagen al Congreso, porque en el país, todo político es denunciado por cualquier persona y es sometido a críticas”. O sea, según él, estaríamos ante un caso de ‘business as usual’. Por su parte, en una intervención alelada, Roselli Amuruz (Avanza País) ha sentenciado que, para pronunciarse sobre este particular, “tendría en primer lugar que ver todos los hechos” y “las fechas”, “corroborar cuándo fue la votación”... Datos todos verificados hace tiempo y a disposición de cualquier hijo de vecino y, con mayor razón, de una congresista eventualmente interesada en averiguar con quién comparte responsabilidades en la conducción del Legislativo.

No son ellos, por supuesto, los únicos parlamentarios que se hacen los desentendidos ante el obvio caso de un colega que votó a favor de una ley que lo beneficiaba (y ni más ni menos que para hacer prescribir un proceso en el que se corría el riesgo de ser sentenciado a ocho años de cárcel), pero sí los más llamativos. Su conducta, en realidad, ha rebasado los límites del ‘otoronguismo’ simple –”yo no te denuncio hoy y tú no me denuncias mañana”– para incursionar en el terreno de lo que podríamos denominar el ‘otoronguismo’ compuesto: “yo no te denuncio hoy ni nunca, porque si tú te caes, me caigo yo contigo”. A falta de otras virtudes, podríamos decir que los miembros de esta –incluidos los que, sin haber sido interrogados al respecto, guardan silencio sobre la situación– están explorando territorios no mapeados en la vasta geografía del oprobio.

Existe, por cierto, una vieja expresión coloquial para describir la escena que día a día ellos representan para nosotros. Antaño, para aludir a los matrimonios en los que una joven de escasos recursos desposaba a un vejete ricachón que usaba tupé para disimular la edad, las abuelas recitaban: “andando a la sacristía y ni hablar del peluquín”. Una manera de sugerir que aquello era una boda por conveniencia, bastante similar al arreglo político que aquí comentamos.


–Patíbulo compartido–

Nos tememos, en efecto, que eso es exactamente lo que tanto legislador cómodo con el presente estado de cosas procura hacer cuando le acercan un micro en el Hall de los Pasos Perdidos: evitar mencionar la soga en casa del ahorcado, pues, si no, podrían terminar ellos también encaramados sobre el patíbulo. La circunstancia, sin embargo, es tan postiza que en cualquier momento todo podría venirse abajo. El problema con los peluquines, a fin de cuentas, es que se detectan a la distancia y acaban cayendo al piso cuando sus portadores menos lo esperan.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Mario Ghibellini es periodista